jueves, 14 de enero de 2010

JOAN BARRIL, ESE ATENTO OBSERVADOR DE LAS SENCILLAS COSAS DE LA VIDA...


EL CLIC
Y LA SONRISA

Escribe
JOAN BARRIL (*)
Columnista de “El Periódico”
Catalunya - España

En el año 1839, un inventor llamado Louis Daguerre divulgó lo que hoy conocemos con el nombre de fotografías. El hecho de haber sido el primero le convirtió más que en un artesano en una suerte de artista y a la captura de la imagen para traspasarla al papel se le llamó con justa lógica daguerrotipo. No era un proceso barato. El daguerrotipo formaba parte de la frivolidad de la burguesía ascendente.

Y así transcurrió el siglo XIX hasta que un americano llamado George Eastman logró en 1888 un cambio tecnológico importante. Eastman supo hacer pasar el llamado negativo de un cristal caro a una cinta emulsionada que permitía ser enrrollada. Eastman consiguió el rollo de fotografía. Lo introdujo en una cámara Kodak y distribuyó esas máquinas para que la gente común pudiera hacer sus fotos, retornaran la cámara a los laboratortios de Eastman y los clientes recibieran sus imágenes en papel al cabo de pocos días.

Eastman no inventó una máquina, sino que, sin pretenderlo, consiguió un enorme avance social. Gracias a la popularización de la fotografía, las familias conocieron el rostro de sus antepasados y la gente que jamás había viajado hizo suyo un mundo al que solo unos intrépidos fotógrafos habían acudido. Los grandes monumentos de la antigüedad fueron, gracias a la fotografía popular, un patrimonio consciente de la Humanidad.

Detener el tiempo, congelar la sonrisa, inmortalizar la juventud, fue uno de los grandes cambios de nuestra percepción del mundo. Y así la fotografía entró en la burocracia policial, certificó los descubrimientos geográficos y acabó en manos de los malvados. Porque hay que tener en cuenta que cualquier tecnología nueva representa a una sociedad en la que están muchos buenos y algunos malos, pero todos los malos están en la nueva tecnología. Precisamente por ese silogismo nos han llegado hasta nuestros días las pruebas evidentes de la barbarie nazi.

¿Por qué los nazis fotografiaban sus atrocidades? ¿Qué extraña pulsión les llevaba a dejar constancia de los muertos, torturados, asesinados por sus tropas? ¿Era aquello una muestra de reportaje macabro propio del nazismo? Lo dudo, porque hace pocos años las fotos de los torturados de Abu Graib respondían a la misma pulsión y aquellas fotografías habían sido disparadas por los llamados ejércitos de la libertad duradera.

Hoy tenemos otras fotos curiosas. Se trata de los supuestos autores del incendio de Horta de Sant Joan, que acabó con la muerte de cinco bomberos. Parece evidente que en el momento de hacerse esas fotografías, los dos posibles pirómanos no eran conscientes de la desgracia que acababan de desencadenar. Pero ahí están, sonrientes y nerviosos ante su obra de destrucción.

Otros individuos se dedican con sus móviles a grabar violaciones o palizas hasta el punto de que ya ni se sabe si el objetivo final de la violencia o del delito consiste en cometerlo o en recordarlo. En los países primitivos, los primeros exploradores veían rechazado su intento de fotografiar a los indígenas con el pretexto de que la fotografía se llevaba su alma. No hace falta ir tan lejos ni en el espacio ni en el tiempo.
La fotografía sirve para eternizar la belleza de la novia, pero también para decir que somos los autores de algo, aunque ese algo sea la destrucción de un paisaje o la gamberrada cósmica que mata a quienes intentan resolverla La posteridad se nutre de esos guionistas. Quieren ser vistos. Por eso sonríen, como Nerón tocando la lira tras el incendio de Roma.
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(*) Joan Barril (Barcelona, 1952) es un escritor y periodista español. Estudio en la Universidad de Barcelona y su actividad periodística la combinó con su trayectoria como escritor. Columnista en las diarios como El País, La Vanguardia y El Periódico de Catalunya. Tiene actividad en radio y TV. Es fundador y editor de la editorial Barril & Barral.

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