ME HE PUESTO
EN SU LUGAR
Escribe
JOAN BARRIL (*)
Columnista de “El Periodico”
Catalunya - España
Camino por las ciudades catalanas y escucho, miro y me sorprendo. Junto a mí, en un mercado, una mujer de rasgos andinos me señala un erizo de mar y me pregunta si aquello se come. Me explayo contándole lo poco que sé de aquel equinodermo. Que si se come por debajo, que pincha, que se encuentra sobre las rocas a poca profundidad. Con cuidado, tomo entre mis dedos el erizo y se lo deposito boca abajo sobre la palma de su mano. Me parece estar asistiendo a un gesto ancestral que ha unido a las civilizaciones en todas las épocas.
EN SU LUGAR
Escribe
JOAN BARRIL (*)
Columnista de “El Periodico”
Catalunya - España
Camino por las ciudades catalanas y escucho, miro y me sorprendo. Junto a mí, en un mercado, una mujer de rasgos andinos me señala un erizo de mar y me pregunta si aquello se come. Me explayo contándole lo poco que sé de aquel equinodermo. Que si se come por debajo, que pincha, que se encuentra sobre las rocas a poca profundidad. Con cuidado, tomo entre mis dedos el erizo y se lo deposito boca abajo sobre la palma de su mano. Me parece estar asistiendo a un gesto ancestral que ha unido a las civilizaciones en todas las épocas.
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El explorador llega muy lejos de su tierra y allí un ciudadano del país le enseña todo lo que sabe: el tacto de las plantas, la forma de las bestias y el nombre de las cosas. Hace un mes fui con mis hijos a un restaurante japonés y pedí que me improvisaran un postre a base de zumo de naranja, una bola de vainilla y un chorrito de Grand Marnier. Lo hicieron en seguida. Les dije que a aquel postre se le llamaba popularmente «un valenciano». El sábado pasado regresé al mismo restaurante. En la carta alguien había escrito la palabra Valenciano y debajo su descripción y el precio.
El explorador llega muy lejos de su tierra y allí un ciudadano del país le enseña todo lo que sabe: el tacto de las plantas, la forma de las bestias y el nombre de las cosas. Hace un mes fui con mis hijos a un restaurante japonés y pedí que me improvisaran un postre a base de zumo de naranja, una bola de vainilla y un chorrito de Grand Marnier. Lo hicieron en seguida. Les dije que a aquel postre se le llamaba popularmente «un valenciano». El sábado pasado regresé al mismo restaurante. En la carta alguien había escrito la palabra Valenciano y debajo su descripción y el precio.
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Me espera un amigo en un restaurante cercano a la ronda de Sant Antoni. Llego tarde y no acabo de encontrar el lugar. Venzo mi resistencia a preguntar y entro en una carnicería preguntando por la dichosa calle que se me escapa. Aparece una señora vestida con un largo sari que le cubre desde el cabello hasta los pies. Me dice que la acompañe y me muestra el camino que hace 1.000 años mis supuestos antepasados seguían para ir a la ermita de Sant Pau del Camp.
Me espera un amigo en un restaurante cercano a la ronda de Sant Antoni. Llego tarde y no acabo de encontrar el lugar. Venzo mi resistencia a preguntar y entro en una carnicería preguntando por la dichosa calle que se me escapa. Aparece una señora vestida con un largo sari que le cubre desde el cabello hasta los pies. Me dice que la acompañe y me muestra el camino que hace 1.000 años mis supuestos antepasados seguían para ir a la ermita de Sant Pau del Camp.
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Le pregunto a mi guía de dónde es y ella se limita a decir que de Pakistán. La felicito porque todo eso sucede el día de la fiesta nacional de su país. Una breve inclinación de la cabeza y llego al restaurante. Mi amigo no ha llegado todavía. Pienso: ¿qué me está sucediendo que la misma ciudad me desorienta y la misma humanidad de tanta gente me enorgullece? Me pongo en su lugar. ¿Qué sucedería si por la fuerza del exilio político o económico tuviera que instalarme en uno de esos países lejanos? Mi condición europea y blanca no me salvaría de la incomprensión ni de la melancolía.
Le pregunto a mi guía de dónde es y ella se limita a decir que de Pakistán. La felicito porque todo eso sucede el día de la fiesta nacional de su país. Una breve inclinación de la cabeza y llego al restaurante. Mi amigo no ha llegado todavía. Pienso: ¿qué me está sucediendo que la misma ciudad me desorienta y la misma humanidad de tanta gente me enorgullece? Me pongo en su lugar. ¿Qué sucedería si por la fuerza del exilio político o económico tuviera que instalarme en uno de esos países lejanos? Mi condición europea y blanca no me salvaría de la incomprensión ni de la melancolía.
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A veces, entre los míos, oigo gente que considera a los inmigrantes como seres prescindibles. Afirman, cada vez con menos vergüenza, que son lo peor de la sociedad. Se equivocan. Esa gente que ha tenido que cruzar los mares, aprender nuevos alfabetos y buscarse la vida honradamente es la aristocracia de sus respectivos pueblos. No es un discurso políticamente correcto. Se trata simplemente de asumir cuál sería nuestra sensación de despiste en el caso de que los inmigrantes fuéramos nosotros.
En cada uno de esos rostros hay el esfuerzo, la voluntad de progreso, la necesidad del arraigo y algo mucho más doloroso: la convicción de que probablemente jamás van a regresar a la casa de sus padres ni a sentir los aromas de su niñez.
A veces, entre los míos, oigo gente que considera a los inmigrantes como seres prescindibles. Afirman, cada vez con menos vergüenza, que son lo peor de la sociedad. Se equivocan. Esa gente que ha tenido que cruzar los mares, aprender nuevos alfabetos y buscarse la vida honradamente es la aristocracia de sus respectivos pueblos. No es un discurso políticamente correcto. Se trata simplemente de asumir cuál sería nuestra sensación de despiste en el caso de que los inmigrantes fuéramos nosotros.
En cada uno de esos rostros hay el esfuerzo, la voluntad de progreso, la necesidad del arraigo y algo mucho más doloroso: la convicción de que probablemente jamás van a regresar a la casa de sus padres ni a sentir los aromas de su niñez.
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Alguno habrá que relacione al extraño con el delito, como si nuestra condición de indígenas locales nos llevara directamente a la santidad. Su mérito está precisamente en su resistencia. Nuestro mérito, en cambio, no es un valor adquirido, sino la fortuna de vivir en el mismo lugar en el que nacimos. Y, sin embargo, camino, escucho, miro y me sorprendo de que, de cada cuatro conciudadanos catalanes, uno esté dispuesto a expulsar a esa fuerza de la naturaleza que ha sabido sobreponerse a la adversidad. Mis respetos, señores y señoras. Vengan de donde vengan, sean bienvenidos.
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(*) JOAN BARRIL CUIXART (1952) Estudia en la Universidad de Barcelona. Como periodista su labor es extensa y brillante. Dirigió semanario El Mon. Columnista en La Vanguardia, El Periódico y El País. Como cronista de la actualidad cotidiana ha creado auténticas estampas literarias, prolongadas a lo largo de su actividad como narrador. Recibió los premios literarios como Ciudad de Barcelona y el Ramón Llul, por la que muy posiblemente sea su mejor obra, "Parada obligatoria". Colaborador habitual en radio y TV, Joan Barril conserva un compromiso constante con el mundo en el que vive.
Alguno habrá que relacione al extraño con el delito, como si nuestra condición de indígenas locales nos llevara directamente a la santidad. Su mérito está precisamente en su resistencia. Nuestro mérito, en cambio, no es un valor adquirido, sino la fortuna de vivir en el mismo lugar en el que nacimos. Y, sin embargo, camino, escucho, miro y me sorprendo de que, de cada cuatro conciudadanos catalanes, uno esté dispuesto a expulsar a esa fuerza de la naturaleza que ha sabido sobreponerse a la adversidad. Mis respetos, señores y señoras. Vengan de donde vengan, sean bienvenidos.
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(*) JOAN BARRIL CUIXART (1952) Estudia en la Universidad de Barcelona. Como periodista su labor es extensa y brillante. Dirigió semanario El Mon. Columnista en La Vanguardia, El Periódico y El País. Como cronista de la actualidad cotidiana ha creado auténticas estampas literarias, prolongadas a lo largo de su actividad como narrador. Recibió los premios literarios como Ciudad de Barcelona y el Ramón Llul, por la que muy posiblemente sea su mejor obra, "Parada obligatoria". Colaborador habitual en radio y TV, Joan Barril conserva un compromiso constante con el mundo en el que vive.
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