¿QUIÉN COCINÓ AL PLANETA?
Escribe
PAUL KRUGMAN (*)
Miércoles 28 de julio del 2010
Columnistas
“The New York Times”
Nunca hay que decir que los dioses no tienen sentido del humor. Apuesto a que todavía se están riendo en el Olimpo por la decisión de hacer la primera mitad de 2010 –el año en la que murió toda esperanza de una acción para limitar el cambio climático– la más caliente en los registros.
Claro, no se pueden inferir tendencias en las temperaturas mundiales por la experiencia de un año. Sin embargo, ignorar ese hecho ha sido desde hace mucho uno de los trucos favoritos de quienes niegan el cambio climático: señalan un año inusualmente caliente en el pasado y dicen: “¡Miren, el planeta se ha estado enfriando, no calentándose, desde 1998!”. En realidad, fue 2005 y no 1998 el año más caliente hasta la fecha; pero el punto es que las temperaturas que rompen récords que estamos experimentando actualmente han hecho que un argumento tonto sea aún más disparatado, y en este momento no funciona ni siquiera en sus propios términos.
Sin embargo, ¿acaso alguno de los negadores dice: “Está bien, creo que me equivoqué”, y apoya la acción climática? No. Y el planeta seguirá cocinándose.
Entonces, ¿por qué la legislación sobre el cambio climático no
No se dañaría significativamente a la economía en su conjunto si le ponemos precio al carbono, pero sí a ciertas industrias –sobre todo, las del carbón y el petróleo–. Y esas industrias han montado una enorme campaña de desinformación para proteger sus bases que se aprobó en el Senado? Hablemos primero sobre lo que no provocó el fracaso, porque ha habido muchos intentos por culpar a las personas equivocadas.
Antes que nada, no actuamos debido a dudas legítimas sobre la ciencia. Cada evidencia válida –promedios de las temperaturas a largo plazo que suavizan las fluctuaciones año con año, el volumen del mar congelado en el Ártico, el derretimiento de los glaciales, la relación entre altas récord y bajas récord– apunta a un aumento continuo, y posiblemente bastante acelerado, en las temperaturas mundiales.
La evidencia tampoco está contaminada con un mal comportamiento científico. Es probable que hayan escuchado sobre las acusaciones contra investigadores del clima –alegatos de datos inventados, el presuntamente condenatorio correo electrónico del ‘Climagate’, y así sucesivamente–. De lo que es posible que no se hayan enterado porque ha recibido mucha menos publicidad, es que cada uno de estos presuntos escándalos se desenmascaró al final como un fraude tramado por los oponentes a la acción climática, que después muchos introdujeron en los medios informativos. ¿No creen que cosas semejantes puedan suceder?
¿Las inquietudes razonables sobre el impacto económico de la legislación sobre el clima bloquearon la acción? No. Siempre ha sido chistoso, en una especie de forma de humor negro, observar a los conservadores que alaban el poder ilimitado y la flexibilidad de los mercados dar un giro de 180 grados e insistir que la economía se colapsaría si le pusiéramos un precio al carbono. Todas las estimaciones serias indican que podríamos introducir paulatinamente límites a la emisión de gases invernadero con cuando mucho un impacto reducido sobre el índice de crecimiento de la economía.
Así que no fueron la ciencia, los científicos o la economía lo que acabó con la acción sobre el cambio climático. ¿Qué fue?
La respuesta es, los sospechosos de siempre: la codicia y la cobardía.
Si se quiere entender la oposición a la acción climática, hay que seguir el dinero. No se dañaría significativamente a la economía en su conjunto si le ponemos precio al carbono, pero sí a ciertas industrias –sobre todo, las del carbón y el petróleo–. Y esas industrias han montado una enorme campaña de desinformación para proteger sus balances.
Miren a los científicos que cuestionan el consenso sobre el cambio climático; miren a las organizaciones que impulsan escándalos falsos; miren a los comités asesores que dicen que cualquier esfuerzo para limitar las emisiones paralizaría a la economía. Una y otra vez, se encontrará que están en el extremo receptor de un ducto de financiamiento que empieza con las grandes compañías de energía, como Exxon Mobil, que ha gastado decenas de millones de dólares promoviendo la negación del cambio climático, o Koch Industries, que ha patrocinado organizaciones antiambientalistas durante dos décadas.
O vean a los políticos que a gritos se han opuesto más a la acción climática. ¿De dónde sacan gran parte de su dinero para la campaña? Ya saben la respuesta.
No obstante, no habría triunfado la codicia por sí misma. Necesitaba la ayuda de la cobardía; sobre todo, la de los políticos que saben que el calentamiento mundial representa una enorme amenaza, que apoyaron la acción en el pasado, pero desertaron de sus puestos en el momento crucial.
Existen varios de esos cobardes climáticos, pero me permito señalar a uno en particular: el senador John McCain.
Hubo una época en la que se consideró a McCain amigo del ambiente; allá en 2003 pulió su imagen de independiente al ser uno de los que introdujeron la legislación por la que se habría creado un sistema de tope y trueque para las emisiones de gases invernadero. Reafirmó el apoyo para tal sistema durante su campaña presidencial, y las cosas podrían verse muy diferentes si hubiese seguido respaldando la acción climática una vez que su oponente estuvo en la Casa Blanca. Sin embargo, no lo hizo –y es difícil ver su cambio como algo que no sea el acto de un hombre dispuesto a sacrificar sus principios, y el futuro de la humanidad, por agregar unos cuantos años a su carrera política–.
Desgraciadamente, McCain no fue el único; y no habrá ninguna iniciativa de ley sobre el clima. Ha triunfado la codicia con la ayuda de la cobardía. Y todo el mundo pagará el precio.
© 2010 The New York Times News Service.
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(*) PAUL ROBIN KRUGMAN (1953) es un economista, divulgador y periodista norteamericano, cercano a los planteamientos neokeynesianos. Actualmente es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton. Desde 2000 escribe una columna en el periódico New York Times y, también, para el periódico peruano Gestión y el colombiano El Espectador. En 2008 fue galardonado con el Premio Nobel de Economía.Ha escrito más de 200 artículos y 21 libros -alguno de ellos académicos
Escribe
PAUL KRUGMAN (*)
Miércoles 28 de julio del 2010
Columnistas
“The New York Times”
Nunca hay que decir que los dioses no tienen sentido del humor. Apuesto a que todavía se están riendo en el Olimpo por la decisión de hacer la primera mitad de 2010 –el año en la que murió toda esperanza de una acción para limitar el cambio climático– la más caliente en los registros.
Claro, no se pueden inferir tendencias en las temperaturas mundiales por la experiencia de un año. Sin embargo, ignorar ese hecho ha sido desde hace mucho uno de los trucos favoritos de quienes niegan el cambio climático: señalan un año inusualmente caliente en el pasado y dicen: “¡Miren, el planeta se ha estado enfriando, no calentándose, desde 1998!”. En realidad, fue 2005 y no 1998 el año más caliente hasta la fecha; pero el punto es que las temperaturas que rompen récords que estamos experimentando actualmente han hecho que un argumento tonto sea aún más disparatado, y en este momento no funciona ni siquiera en sus propios términos.
Sin embargo, ¿acaso alguno de los negadores dice: “Está bien, creo que me equivoqué”, y apoya la acción climática? No. Y el planeta seguirá cocinándose.
Entonces, ¿por qué la legislación sobre el cambio climático no
No se dañaría significativamente a la economía en su conjunto si le ponemos precio al carbono, pero sí a ciertas industrias –sobre todo, las del carbón y el petróleo–. Y esas industrias han montado una enorme campaña de desinformación para proteger sus bases que se aprobó en el Senado? Hablemos primero sobre lo que no provocó el fracaso, porque ha habido muchos intentos por culpar a las personas equivocadas.
Antes que nada, no actuamos debido a dudas legítimas sobre la ciencia. Cada evidencia válida –promedios de las temperaturas a largo plazo que suavizan las fluctuaciones año con año, el volumen del mar congelado en el Ártico, el derretimiento de los glaciales, la relación entre altas récord y bajas récord– apunta a un aumento continuo, y posiblemente bastante acelerado, en las temperaturas mundiales.
La evidencia tampoco está contaminada con un mal comportamiento científico. Es probable que hayan escuchado sobre las acusaciones contra investigadores del clima –alegatos de datos inventados, el presuntamente condenatorio correo electrónico del ‘Climagate’, y así sucesivamente–. De lo que es posible que no se hayan enterado porque ha recibido mucha menos publicidad, es que cada uno de estos presuntos escándalos se desenmascaró al final como un fraude tramado por los oponentes a la acción climática, que después muchos introdujeron en los medios informativos. ¿No creen que cosas semejantes puedan suceder?
¿Las inquietudes razonables sobre el impacto económico de la legislación sobre el clima bloquearon la acción? No. Siempre ha sido chistoso, en una especie de forma de humor negro, observar a los conservadores que alaban el poder ilimitado y la flexibilidad de los mercados dar un giro de 180 grados e insistir que la economía se colapsaría si le pusiéramos un precio al carbono. Todas las estimaciones serias indican que podríamos introducir paulatinamente límites a la emisión de gases invernadero con cuando mucho un impacto reducido sobre el índice de crecimiento de la economía.
Así que no fueron la ciencia, los científicos o la economía lo que acabó con la acción sobre el cambio climático. ¿Qué fue?
La respuesta es, los sospechosos de siempre: la codicia y la cobardía.
Si se quiere entender la oposición a la acción climática, hay que seguir el dinero. No se dañaría significativamente a la economía en su conjunto si le ponemos precio al carbono, pero sí a ciertas industrias –sobre todo, las del carbón y el petróleo–. Y esas industrias han montado una enorme campaña de desinformación para proteger sus balances.
Miren a los científicos que cuestionan el consenso sobre el cambio climático; miren a las organizaciones que impulsan escándalos falsos; miren a los comités asesores que dicen que cualquier esfuerzo para limitar las emisiones paralizaría a la economía. Una y otra vez, se encontrará que están en el extremo receptor de un ducto de financiamiento que empieza con las grandes compañías de energía, como Exxon Mobil, que ha gastado decenas de millones de dólares promoviendo la negación del cambio climático, o Koch Industries, que ha patrocinado organizaciones antiambientalistas durante dos décadas.
O vean a los políticos que a gritos se han opuesto más a la acción climática. ¿De dónde sacan gran parte de su dinero para la campaña? Ya saben la respuesta.
No obstante, no habría triunfado la codicia por sí misma. Necesitaba la ayuda de la cobardía; sobre todo, la de los políticos que saben que el calentamiento mundial representa una enorme amenaza, que apoyaron la acción en el pasado, pero desertaron de sus puestos en el momento crucial.
Existen varios de esos cobardes climáticos, pero me permito señalar a uno en particular: el senador John McCain.
Hubo una época en la que se consideró a McCain amigo del ambiente; allá en 2003 pulió su imagen de independiente al ser uno de los que introdujeron la legislación por la que se habría creado un sistema de tope y trueque para las emisiones de gases invernadero. Reafirmó el apoyo para tal sistema durante su campaña presidencial, y las cosas podrían verse muy diferentes si hubiese seguido respaldando la acción climática una vez que su oponente estuvo en la Casa Blanca. Sin embargo, no lo hizo –y es difícil ver su cambio como algo que no sea el acto de un hombre dispuesto a sacrificar sus principios, y el futuro de la humanidad, por agregar unos cuantos años a su carrera política–.
Desgraciadamente, McCain no fue el único; y no habrá ninguna iniciativa de ley sobre el clima. Ha triunfado la codicia con la ayuda de la cobardía. Y todo el mundo pagará el precio.
© 2010 The New York Times News Service.
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(*) PAUL ROBIN KRUGMAN (1953) es un economista, divulgador y periodista norteamericano, cercano a los planteamientos neokeynesianos. Actualmente es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton. Desde 2000 escribe una columna en el periódico New York Times y, también, para el periódico peruano Gestión y el colombiano El Espectador. En 2008 fue galardonado con el Premio Nobel de Economía.Ha escrito más de 200 artículos y 21 libros -alguno de ellos académicos
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