23 Marzo 2011
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Ayer fue un día largo. Atendía desde el mediodía las peripecias de Obama en Chile, como había hecho el día anterior con sus aventuras en la urbe de Río de Janeiro. Esa ciudad, en brillante desafío, había derrotado a Chicago en su aspiración a ser sede de la Olimpiada de 2016, cuando el nuevo Presidente de Estados Unidos y Premio Nobel de la Paz parecía un émulo de Martin Luther King.
Nadie sabía cuándo llegaba a Santiago de Chile y qué haría allí un Presidente de Estados Unidos, donde uno de sus antecesores había cometido el doloroso crimen de promover el derrocamiento y la muerte física de su heroico Presidente, horribles torturas y el asesinato de miles de chilenos.
Trataba por mi parte, a la vez, de seguir las noticias que llegaban de la tragedia de Japón y la brutal guerra desatada contra Libia, mientras el ilustre visitante proclamaba la “Alianza Igualitaria” en la región del mundo donde peor está distribuida la riqueza.
Entre tantas cosas, me descuidé un poco y no vi nada del opíparo banquete de cientos de personas con las exquisiteces que la naturaleza dotó los mares, que de haberse realizado en un restaurante de Tokio, ciudad donde se paga hasta 300 mil dólares por un atún fresco de aleta azul, se habrían reunido hasta 10 millones de dólares.
Era demasiado trabajo para un joven de mi edad. Escribí una breve Reflexión y dormí luego largas horas.
Hoy por la mañana estaba fresco. Mi amigo no llegaría a El Salvador hasta después del mediodía. Pedí despachos cablegráficos, artículos de Internet y otros materiales recién llegados.
Vi, en primer lugar, que por mi culpa los despachos cablegráficos le habían dado importancia a lo que dije con respecto al cargo de Primer Secretario del Partido, y lo explicaré con la mayor brevedad posible. Concentrado en la “Alianza Igualitaria” de Barack Obama, un asunto de tanta relevancia histórica ―hablo en serio―, ni siquiera recordé que el mes próximo tendrá lugar el Congreso del Partido.
Mi actitud con relación al tema fue elementalmente lógica. Al comprender la gravedad de mi salud, hice lo que a mi juicio no fue necesario cuando tuve el doloroso accidente en Santa Clara; después de la caída el tratamiento fue duro, pero la vida no estaba en peligro.
Cuando, en cambio, escribí la Proclama del 31 de julio fue evidente para mí que el estado de salud era sumamente crítico.
Depuse de inmediato todas mis funciones públicas, añadiéndole a la misma algunas instrucciones para ofrecer seguridad y tranquilidad a la población.
No era necesaria la renuncia, en concreto, de cada uno de mis cargos.
La función más importante para mí era la de Primer Secretario del Partido. Por ideología y por principio, en una etapa revolucionaria, a ese cargo político corresponde la máxima autoridad. El otro cargo que ejercía era el de Presidente del Consejo de Estado y del Gobierno, electo por la Asamblea Nacional. Para ambos cargos existía un sustituto, y no en virtud de vínculo familiar, que jamás he considerado fuente de derecho, sino por experiencia y méritos.
El grado de Comandante en Jefe me lo había otorgado la propia lucha, una cuestión de azar más que de méritos personales. La propia Revolución, en ulterior etapa, asignó correctamente la jefatura de todas las instituciones armadas al Presidente, una función que a mi juicio debe corresponderse con la de Primer Secretario del Partido. Entiendo que así debe ser en un país que, como Cuba, ha tenido que enfrentar un obstáculo tan considerable como el imperio creado por Estados Unidos.
Transcurrieron casi 14 años desde el anterior Congreso del Partido, que coincidieron con la desaparición de la URSS y el Campo Socialista, el Período Especial y mi propia enfermedad.
Cuando progresiva y parcialmente recuperé la salud, ni siquiera me pasó por la mente la idea o necesidad de proceder al formalismo de hacer renuncia expresa de cargo alguno. Acepté en ese período el honor de la elección como Diputado a la Asamblea Nacional, que no exigía la presencia física, y con la que podía compartir ideas.
Como dispongo de más tiempo que nunca para observar, informarme, y exponer determinados puntos de vista, cumpliré modestamente mi deber de luchar por las ideas que he defendido a lo largo de mi modesta vida.
Ruego a los lectores me excusen el tiempo invertido en esta explicación, que las circunstancias mencionadas me obligaron llevar a cabo.
El asunto más importante, no lo olvido, es la insólita alianza entre millonarios y hambrientos que propone el ilustre Presidente de Estados Unidos.
Los bien informados -aquellos que conocen, por ejemplo, la historia de este hemisferio, sus luchas, o incluso, solo la del pueblo de Cuba defendiendo la Revolución contra el imperio que, como el propio Obama reconoce, ha durado más tiempo que “su propia existencia”-, con seguridad se asombrarán de su propuesta.
Se conoce que el actual Presidente es un buen hilvanador de palabras, circunstancias que, unidas a la crisis económica, el creciente desempleo, las pérdidas de viviendas, y la muerte de soldados norteamericanos en las guerras estúpidas de Bush, lo ayudaron a obtener la victoria.
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Después de observarlo bien, no me sorprendería que fuera el autor del ridículo título con que se bautizó la matanza en Libia: “Odisea del Amanecer”, que hizo temblar el polvo de los restos de Homero y los que contribuyeron a fraguar la leyenda de los famosos poemas griegos; aunque admito que, tal vez, el título fuese una creación de los jefes militares que manejan las miles de armas nucleares con las cuales una simple orden del Premio Nobel de la Paz puede determinar el fin de nuestra especie.
De su discurso a los blancos, negros, indios, mestizos y no mestizos, creyentes y no creyentes de las Américas, pronunciado en el Centro Cultural Palacio de la Moneda, las embajadas de Estados Unidos distribuyeron copia fiel en todas partes, y fue traducido y divulgado por Chile TV, CNN, e imagino que otras emisoras en otros idiomas.
Fue al estilo del que pronunció el primer año de su mandato, en El Cairo, la capital de su amigo y aliado Hosni Mubarak, cuyas decenas de miles de millones de dólares sustraídos al pueblo es de suponer que conocía un Presidente de Estados Unidos.
“…Chile ha demostrado que no tenemos por que estar divididos por razas […] o conflictos étnicos”, aseguró, de este modo el problema americano fue borrado del mapa.
Insiste obsesivamente casi de inmediato en que “…este maravilloso lugar donde nos encontramos, a pocos pasos de donde Chile perdió su democracia hace varias décadas…” Todo menos pronunciar el golpe de Estado, el asesinato del pundonoroso general Schneider, o el nombre glorioso de Salvador Allende, como si el gobierno de Estados Unidos no tuviese que ver en absoluto.
El gran poeta Pablo Neruda, cuya muerte aceleró el traidor golpe, sí fue pronunciado más de una vez, en este caso para afirmar de forma bellamente poética nuestras “estrellas” primordiales son la “lucha” y la “esperanza”. ¿Ignora Obama que Pablo Neruda era comunista, amigo de la Revolución Cubana, gran admirador de Simón Bolivar, que renace cada cien años, e inspirador del Guerrillero Heroico Ernesto Guevara?
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