miércoles, 6 de mayo de 2015

EMPUJARLOS AL MAR

"SEGUIMOS CIVILIZÁNDOLOS EN SUS PAÍSES DE ORIGEN, 
SEGUIMOS SELECCIONANDO MANO DE OBRA BARATA, 
SEGUIMOS PROHIBIENDO EL TRÁFICO 
Y SEGUIMOS ARROJÁNDOLOS AL MAR..."


Escribe 
SANTIAGO ALBA RICO (*) 
Fuente:  “Diagonal” 
Lunes 4 de mayo 2015

(*) SANTIAGO ALBA RICO (ESPAÑA) es un escritor, ensayista y filósofo español nacido en Madrid en 1960. De formación marxista  ha publicado varios libros de ensayo sobre filosofía, antropología y política.  Redactor en varias revistas y medios   como Gara, Archipiélago. Cuadernos de crítica de la cultura, LDNM, el Comité de Solidaridad con la Causa Árabe. Rebelion, etc.  Tradujo al castellano   autores árabes, como el poeta egicpio Naguib Surur o al escritor iraquí Mohamed Judayr. Actualmente reside en Túnez.

Frente a la hipocresía y la indiferencia, apetece y hasta se impone ser un poco demagógicos. Digamos la verdad: Europa está acostumbrada a tirar gente al mar. Lo hizo durante siglos en el marco del
rentabilísimo comercio de esclavos del que participaron todas las grandes naciones que dan hoy lecciones de humanidad y democracia al resto del mundo. El antropólogo Fernando Ortiz recordaba en uno de sus libros la cifra: en 1825 se calculaba que cada año los negreros clandestinos arrojaban al océano 3.000 esclavos vivos, bien para escapar de las patrullas, bien para desprenderse de la mercancía defectuosa. Muchos más habían muerto antes, durante el acarreo por el continente africano o durante la espera en los barracones del puerto. En 1818, cuando se prohibió el tráfico al tiempo que se mantenía la esclavitud (¡igual que hoy!), el muy católico rey español Fernando VII justificaba la medida diciendo que

ya no hacía falta trasladar a América a los africanos para civilizarlos porque la empresa colonial iba a ocuparse de civilizarlos en sus propios países de origen. La gran escritora negra Toni Morrison emitió hace años el veredicto: “No puedes hacer eso durante cientos de años y no pagar un peaje. (Los europeos) tenían que deshumanizar no sólo a los esclavos, sino a sí mismos. Tenían que reconstruir todo para hacer que el sistema pareciera verdadero. Hizo que todo fuera posible en la segunda guerra mundial. Hizo que la primera guerra mundial fuera necesaria. Racismo es la palabra que utilizamos para englobar todo esto”. Lo que el teólogo alemán Franz Hinkellammert llama con
razón “genocidio estructural” se inscribe en una larga enfermedad europea que nos ha podrido el alma hasta el punto de que podemos empujarlos al mar y luego irnos a Malta en un crucero. Son más de mil muertos en una semana; más de 20.000 en los últimos 15 años. Cifras parciales, engañosas, que no censan el fondo de los mares. No estoy dispuesto a negar la responsabilidad de los traficantes que explotan la desesperación de los humanos; tienen la misma que los negreros del siglo XIX y mantienen con el sistema neocolonial europeo la misma relación de dependencia y funcionalidad. Tampoco estoy dispuesto a negar la
responsabilidad de los que alquilan un centímetro de azar en estas barcas de Caronte. Hasta el más desgraciado de los humanos puede decidir su destino; pero hasta el más desgraciado de los humanos tiene derecho a elegir un destino mejor sin jugarse la vida. ¿De qué son responsables?. Su crimen, como dice Juan Goytisolo, es “su instinto de vida y el ansia de libertad”, ese átomo de libertad que emplean en huir de la guerra o de la miseria y en reivindicar su derecho a desplazarse, a trabajar, a existir sin pedir limosnas o disculpas. Hemos visto la respuesta de nuestros gobiernos y nuestros
políticos. Hay dos. Una, la hipocresía: se lamentan las muertes y se exhibe contrición mientras se refuerza Frontex y la operación Tritón; es decir, mientras se multiplican los medios, como Fernando VII, para “civilizar” en origen a los africanos y destruir las barcas de los traficantes. Ya sabemos lo que eso significa y las consecuencias que traerá: apoyar dictaduras y justificar intervenciones que generarán más frustración, más miseria, más guerras, más yihadismo, en un circuito de retroalimentación del que sólo se benefician los más poderosos, los más ricos y los más injustos. La otra respuesta es el cinismo de los partidos e intelectuales de ultraderecha que echan levadura a la enfermedad europea con un desprecio explícito hacia esos miles de personas que, según la propaganda de la Liga Norte, buscarían unas “vacaciones pagadas” en Europa y por los que no debemos sentir ninguna piedad o consideración.  

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