lunes, 12 de enero de 2009

MARIO OPINA DE LOS URUGUAYOS...

ESA ANESTECIA
LLAMADA FUTBOL

Escribe Mario Benedetti
De “El país de la cola de paja”
Edición ARCA 1960.
La octava edición fue en 1970.

Algún día habrá que estudiar la estrecha relación existente entre la institucionalidad del fútbol como deporte nacional y su contemporaneidad con el apogeo de nuestra democracia liberal. Por algo ambos deportes (fútbol y democracia) han decaído simultáneamente, no solo en cuanto se refiere a la habilidad de sus cultores, sino también en el entusiasmo público. Cada vez hay menos jugadas geniales en el Estadio; cada vez hay más trancadas desleales en la política. El descreimiento popular afecta hoy a ambos órdenes, y si el público sigue concurriendo a la Olímpica y al cuarto secreto, es más por hábito, que por convicción expresa.
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Hace mucho que el deporte tiene, entre nosotros, el significado de una anestesia colectiva. Tal vez no haya habido premeditación, pero lo cierto es que a los poderosos del frenesí popular, este barbitúrico social, les vino al pelo. El fervor de sábados y domingos es estupendo por varias razones, entre otras porque sirve para olvidar las incumplidas promesas de los jerarcas, la injusticia y las componendas del resto de la semana. Sirve también para canalizar la violencia (desde el punto de vista de la empresa privada y otras religiones del Mundo Libre, siempre es preferible que la gente se la agarre con el árbitro y no con el oligarca o el latifundista) y canalizarla de modo tal, que no vaya a conmover las estructuras ni amenazar los dividendos. Para decirlo en términos futboleros: una violencia que tiene permiso para rozar el travesaño pero que obligatoriamente debe salir desviada.
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Por otra parte, el fútbol se inscribe cómodamente en el mentiroso símbolo de nuestras gloriosas igualdades. Allí no hay privilegios: todos (el senador, el industrial, el empleado, el obrero, el menor inadaptado) posan democráticamente sus respectivas regiones glúteas sobre el duro cemento igualador. Todos gritan el gol., todos denuncian el orsay, todos agravian al juez. Cuando suena la pitada final, el entusiasmo forma coros, bate parche, sube al cielo. Nadie percibe que a partir de aquella pitada, las distancias sociales han sido restablecidas.
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Eufórico, enronquecido y amnésico, el obrero vuelve a su casa colgado del 143; también el senador vuelve a su confort carrasqueño, pero lo hace en el impresionante colachata, cuya privilegiada adquisición el mismo se votó. Después de aquella inofensiva, brevísima igualdad de 105 minutos, todo vuelve a la normal, consagrada injusticia.
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Pero el pueblo queda exhausto, desahogado, vacío. Su voz, enronquecida por los goles, los penales errados, las expulsiones injustas, ya no está para reclamar reformas agrarias, cambios de estructura, justicia social. La cuota de agresividad se le agotó en sus diatribas a jueces y linesman, y es muy poca la que le queda para renegar de quienes realmente lo explotan, lo engañan, lo estafan, en rubros por cierto más graves que un penal no cobrado.
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Su capacidad de denuncia se gastó en los controvertidos orsay y ya no le queda ánimo para marcar a los responsables de menos inocentes infracciones. El político, con esa extraña y sórdida lucidez que da la demagogia, ve claramente el sentido usufructuable de esas fatigas, y las remata convirtiéndose el mismo en dirigente deportivo.

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