LA CRISIS VISTA
DESDE EL SUR (1)
ESCRIBE
ERNESTO BOHOSLAVSKY (foto)
(PROFESOR E INVESTIGADOR ARGENTINO, DE LA
UNIVERSIDAD NACIONAL DE GENERAL SARMIENTO)
De “Página 12” Buenos Aires
23 de Mayo de 2009
APORTE de
DESDE EL SUR (1)
ESCRIBE
ERNESTO BOHOSLAVSKY (foto)
(PROFESOR E INVESTIGADOR ARGENTINO, DE LA
UNIVERSIDAD NACIONAL DE GENERAL SARMIENTO)
De “Página 12” Buenos Aires
23 de Mayo de 2009
APORTE de
JORGE ANICETO MOLINARI
En el marco del Programa para el seguimiento de la evolución y los impactos de la crisis del orden económico mundial (Pisco), que lleva a cabo el Instituto del Desarrollo Humano de la UNGS, el historiador Ernesto Bohoslavsky reflexiona desde una perspectiva latinoamericana sobre continuidades y rupturas en las crisis de 1929, 1982 y 2009.
Pocos analistas se han resistido a comparar a la presente debacle económica internacional con la iniciada en 1929 también en la Bolsa de Wall Street, y a destacar que el fortalecimiento y relegitimación de la intervención estatal sobre los mercados parecen ser una consecuencia común de ambos sucesos. Pero esa comparación se suele realizar tomando en cuenta las causas (norteamericanas) del desastre económico y no tanto el impacto y las reacciones que se vivieron en nuestro continente. Menos transitado ha sido el contraste con la crisis de la deuda originada con el default mexicano de 1982, que también parece tener algunas similitudes con el tiempo actual.
Estas líneas aspiran a sondear las posibilidades de una comparación entre esos tres episodios (1929, 1982, 2009), partiendo de la convicción de que es necesario pensar la crisis desde América latina. Pensar “desde” significa que no hay ni puede haber una reflexión abstracta, despegada de la tierra sobre la que se produce y de las personas para las que se habla. De allí que la crisis no presenta la misma cara para todos, sino que tiene distintos perfiles y urgencias según la sociedad que la sufre. Después de todo, no está de más recordar que este tipo de procesos genera múltiples y simultáneas disputas: por los ingresos, por las pérdidas, por el empleo, pero también por la asignación de sentidos.
Precisamente, uno de los rasgos más llamativos de la crisis que vivimos es que no tiene nombre (todavía). Ni siquiera es conocida como “la crisis del 2008”, quizás por el temor de que lo más relevante o grave de ese proceso todavía no haya llegado o de que deba hablarse de “la crisis de los dos miles”. La falta de nombre es síntoma de la insuficiencia de los diagnósticos o de su falta de capacidad para convencer a las sociedades. De hecho, una de las explicaciones más reiteradas –y, a mi entender, insatisfactoria– es aquella que insiste en señalar a la codicia como causa de los males que actualmente se viven. Así, según esta explicación bíblica, el inescrupuloso deseo de unos pocos de obtener ganancias extraordinarias condujo al descalabro del sistema bursátil. La contracara de esta afirmación es que el mercado financiero internacional funcionaría sin problemas de no ser por esos codiciosos de Wall Street que se tentaron frente a la (Gran) Manzana, y sobre los que debería encapsularse la culpa.
1 La caída del sistema financiero estadounidense en 1929 se “contagió” del Norte al Sur, al igual que la crisis actual. Los inversores norteamericanos retiraron los fondos colocados en el exterior para salvar sus posiciones locales. Entonces la República de Weimar dejó de pagar las reparaciones de guerra a Inglaterra y Francia y éstos cesaron en la remisión de sus deudas con los bancos norteamericanos, conformando un círculo vicioso. Los países del Sur sufrieron fuertemente el retiro de las inversiones metropolitanas, pero sobre todo la caída del precio y del volumen de sus exportaciones.
Fue un golpe muy duro para los grandes propietarios mineros y latifundistas latinoamericanos, así como para aquellos que dependían de la ventura de esos negocios (los trabajadores y el fisco). La reducción de los ingresos públicos condujo al déficit fiscal y la cesación de pagos a proveedores y empleados públicos. La crisis económica y del erario rápidamente pasó al nivel político, lo cual se expresó en los diez golpes de Estado que se sucedieron entre 1930 y 1932 en la región: la discusión política pasaba por cómo distribuir socialmente el costo de la vertical caída de ingresos externos y qué salidas desarrollar a futuro.
Por entonces, el mundo era distinto al actual. No había una autoridad financiera internacional (muchas de las monedas ni siquiera eran convertibles entre sí después de 1930) y tampoco existía una potencia hegemónica mundial. Estados Unidos podría haberlo sido, pero su política aislacionista de los años ’20 iba en sentido contrario. Reino Unido y Francia habían ampliado sus colonias gracias a la guerra, y los ingleses conservaban buenas –aunque decrecientes– inversiones en el Cono Sur. Después de 1933, la Alemania de Hitler también estaría dispuesta a disputar algunos espacios del liderazgo económico, sobre todo en Europa oriental y en menor medida América.
Frente a la crisis, los países latinoamericanos desarrollaron dos estrategias económicas. Los más pequeños profundizaron su subordinación a algunas de las metrópolis, por entonces embarcadas en experiencias proteccionistas. Otros países, los más grandes y de desarrollo más complejo, terminaron viviendo procesos de industrialización ante la caída del mercado externo. En todo caso, lo que primaron fueron las salidas nacionales, donde cada país latinoamericano se vinculó de la mejor manera posible frente a múltiples y competitivos “centros” (Washington, Londres y Berlín). Por entonces, al igual que ahora, vino primero la práctica y luego la explicación, puesto que la crisis era simultáneamente financiera e interpretativa: a posteriori de los experimentos de planificación y regulación apareció la justificación keynesiana o dirigista de esa intervención estatal.
(MAÑANA FINALIZA EN LA NOTA 2)
En el marco del Programa para el seguimiento de la evolución y los impactos de la crisis del orden económico mundial (Pisco), que lleva a cabo el Instituto del Desarrollo Humano de la UNGS, el historiador Ernesto Bohoslavsky reflexiona desde una perspectiva latinoamericana sobre continuidades y rupturas en las crisis de 1929, 1982 y 2009.
Pocos analistas se han resistido a comparar a la presente debacle económica internacional con la iniciada en 1929 también en la Bolsa de Wall Street, y a destacar que el fortalecimiento y relegitimación de la intervención estatal sobre los mercados parecen ser una consecuencia común de ambos sucesos. Pero esa comparación se suele realizar tomando en cuenta las causas (norteamericanas) del desastre económico y no tanto el impacto y las reacciones que se vivieron en nuestro continente. Menos transitado ha sido el contraste con la crisis de la deuda originada con el default mexicano de 1982, que también parece tener algunas similitudes con el tiempo actual.
Estas líneas aspiran a sondear las posibilidades de una comparación entre esos tres episodios (1929, 1982, 2009), partiendo de la convicción de que es necesario pensar la crisis desde América latina. Pensar “desde” significa que no hay ni puede haber una reflexión abstracta, despegada de la tierra sobre la que se produce y de las personas para las que se habla. De allí que la crisis no presenta la misma cara para todos, sino que tiene distintos perfiles y urgencias según la sociedad que la sufre. Después de todo, no está de más recordar que este tipo de procesos genera múltiples y simultáneas disputas: por los ingresos, por las pérdidas, por el empleo, pero también por la asignación de sentidos.
Precisamente, uno de los rasgos más llamativos de la crisis que vivimos es que no tiene nombre (todavía). Ni siquiera es conocida como “la crisis del 2008”, quizás por el temor de que lo más relevante o grave de ese proceso todavía no haya llegado o de que deba hablarse de “la crisis de los dos miles”. La falta de nombre es síntoma de la insuficiencia de los diagnósticos o de su falta de capacidad para convencer a las sociedades. De hecho, una de las explicaciones más reiteradas –y, a mi entender, insatisfactoria– es aquella que insiste en señalar a la codicia como causa de los males que actualmente se viven. Así, según esta explicación bíblica, el inescrupuloso deseo de unos pocos de obtener ganancias extraordinarias condujo al descalabro del sistema bursátil. La contracara de esta afirmación es que el mercado financiero internacional funcionaría sin problemas de no ser por esos codiciosos de Wall Street que se tentaron frente a la (Gran) Manzana, y sobre los que debería encapsularse la culpa.
1 La caída del sistema financiero estadounidense en 1929 se “contagió” del Norte al Sur, al igual que la crisis actual. Los inversores norteamericanos retiraron los fondos colocados en el exterior para salvar sus posiciones locales. Entonces la República de Weimar dejó de pagar las reparaciones de guerra a Inglaterra y Francia y éstos cesaron en la remisión de sus deudas con los bancos norteamericanos, conformando un círculo vicioso. Los países del Sur sufrieron fuertemente el retiro de las inversiones metropolitanas, pero sobre todo la caída del precio y del volumen de sus exportaciones.
Fue un golpe muy duro para los grandes propietarios mineros y latifundistas latinoamericanos, así como para aquellos que dependían de la ventura de esos negocios (los trabajadores y el fisco). La reducción de los ingresos públicos condujo al déficit fiscal y la cesación de pagos a proveedores y empleados públicos. La crisis económica y del erario rápidamente pasó al nivel político, lo cual se expresó en los diez golpes de Estado que se sucedieron entre 1930 y 1932 en la región: la discusión política pasaba por cómo distribuir socialmente el costo de la vertical caída de ingresos externos y qué salidas desarrollar a futuro.
Por entonces, el mundo era distinto al actual. No había una autoridad financiera internacional (muchas de las monedas ni siquiera eran convertibles entre sí después de 1930) y tampoco existía una potencia hegemónica mundial. Estados Unidos podría haberlo sido, pero su política aislacionista de los años ’20 iba en sentido contrario. Reino Unido y Francia habían ampliado sus colonias gracias a la guerra, y los ingleses conservaban buenas –aunque decrecientes– inversiones en el Cono Sur. Después de 1933, la Alemania de Hitler también estaría dispuesta a disputar algunos espacios del liderazgo económico, sobre todo en Europa oriental y en menor medida América.
Frente a la crisis, los países latinoamericanos desarrollaron dos estrategias económicas. Los más pequeños profundizaron su subordinación a algunas de las metrópolis, por entonces embarcadas en experiencias proteccionistas. Otros países, los más grandes y de desarrollo más complejo, terminaron viviendo procesos de industrialización ante la caída del mercado externo. En todo caso, lo que primaron fueron las salidas nacionales, donde cada país latinoamericano se vinculó de la mejor manera posible frente a múltiples y competitivos “centros” (Washington, Londres y Berlín). Por entonces, al igual que ahora, vino primero la práctica y luego la explicación, puesto que la crisis era simultáneamente financiera e interpretativa: a posteriori de los experimentos de planificación y regulación apareció la justificación keynesiana o dirigista de esa intervención estatal.
(MAÑANA FINALIZA EN LA NOTA 2)
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