domingo, 10 de enero de 2010

NO LLORES POR MI ARGENTINA... (DOS)


REDRADO Y BRUJAS.

Escribe
Por JOSE NATANSON
“Página 12” Buenos Aires
10 de enero, 2010

PARTE DOS

Fernando Henrique Cardoso acababa de asumir su segundo mandato como presidente cuando la crisis económica iniciada por el crac ruso de 1998 terminó de estallar. Pese al préstamo de 41,5 mil millones concedido por los organismos internacionales y a pesar de las promesas de implementar un recorte fiscal “dramático, definitivo y permanente”, la fuga de capitales, el incremento de la deuda y las presiones devaluatorias se habían hecho insostenibles. La decisión del estado de Minas Gerais, el segundo más importante del país, de declarar el default de su deuda terminó de acelerar los tiempos. El 15 de enero, Cardoso anunció que el país ya no contaba con reservas suficientes para seguir defendiendo la cotización del real y anticipó una devaluación moderada que, sin embargo, se le escapó de las manos. Dos semanas después, el real, que durante cinco años había estado anclado a un valor de uno a uno con el dólar, se había devaluado a 2,17. El Banco Central también era independiente.

En 1994, poco después de la asunción de Rafael Caldera como presidente, Venezuela entró en una fase de inestabilidad política y económica que derivó en una crisis mayúscula: la inflación había llegado al 50 por ciento en 1993, las reservas se reducían y el Fondo de Garantía de Depósitos, creado para llevar tranquilidad a los ahorristas, estaba prácticamente vaciado. En junio estalló la crisis bancaria: un tercio de los bancos, entre ellos algunos de los más importantes, tuvieron que cerrar sus puertas. El gobierno anunció la suspensión de la compra venta de dólares, impuso transitoriamente el control de cambios y liberó la tasa de interés. En los meses siguientes, el bolívar se devaluó en un 70 por ciento, los combustibles se encarecieron 800 por ciento, la inflación siguió en aumento (103 por ciento en 1995) y el PBI a los tumbos (cayó 2 por ciento ese año). La autonomía del Banco Central regía desde el 4 de diciembre de 1992.

Ahorramos al lector el relato del caso argentino, que seguramente conoce y probablemente vivió en carne propia, y retomamos el hilo del argumento. La autonomía del Banco Central es una política controvertida desde el punto de vista teórico sobre la que no hay evidencia concluyente. Contrafácticamente, es fácil probar que un Banco Central autónomo no garantiza el valor de la moneda y, mucho menos, la estabilidad macroeconómica, tal como demuestra el relato de estas tres crisis latinoamericanas (hay más). En este marco, que una institución como el Banco Central se encuentre apartada de la influencia política –es decir, apartada del control de los funcionarios democráticamente elegidos– puede ser bueno o malo según el contexto, pero no garantiza nada. Es cierto que la mayoría de los países desarrollados cuentan, sobre todo desde los ‘70, con bancos centrales independientes, aunque en algunos, como en Japón, se trata de una independencia muy limitada. Pero también es verdad que la crisis mundial demostró que esta supuesta independencia deja de operar en tiempos de emergencia, tal como revelan los constantes “pedidos” de los gobiernos a sus bancos centrales (Fed incluida) para bajar las tasas, implementar salvatajes de bancos o aportar dinero para rescatar a empresas quebradas. En general, lo que se comprueba en la práctica son diferentes tipos de cooperación entre el gobierno y la autoridad monetaria, más o menos formalizadas, pero nunca una completa hostilidad.

Y ésa era justamente la situación argentina al cierre del sábado. La discusión sobre la validez o no del decreto por el cual Martín Redrado fue desplazado es pantanosa: el Gobierno dice que tiene atribuciones para hacerlo, la oposición dice que debería haber convocado antes a la comisión legislativa encargada de “aconsejar” o no la remoción, el Gobierno dice que no pudo hacerlo pues no está constituida, la oposición dice que sus miembros ya están designados, el Gobierno dice que los representantes han sido elegidos pero no formalizados, ya que las comisiones aún no fueron instituidas formalmente, la jueza María José Sarmiento falló contra el decreto, el Gobierno apeló...

Más allá del debate acerca de la legalidad del decreto, cuya resolución está en manos judiciales, vale la pena arriesgar algunos comentarios sobre lo ocurrido en las últimas horas. En primer lugar, parece difícil que un gobierno –aquí o en cualquier lugar del mundo– conviva durante nueve meses con una autoridad monetaria en rebeldía, una señal de desgobierno económico difícil de admitir. Pero que la lógica política sugiera la necesidad de desplazar a Redrado una vez desatada la tormenta no implica que la decisión original haya sido acertada, ni que se haya puesto en práctica de forma inteligente. El estilo decisionista de los Kirchner puede resultar efectivo en ciertos momentos, pero genera costos. Aunque es cierto que Redrado apoyó en su momento el pago al FMI, que dejaba a la Argentina con muchas menos reservas que ahora, y aunque es verdad que gestionó con solvencia uno de los pilares del diseño económico K (el tipo de cambio administrado), su lealtad, como la de Cobos, evidentemente no estaba asegurada: el Gobierno había recibido varias señales acerca de la resistencia que despertaba el Fondo del Bicentenario –incluyendo un pedido de informes de la Corte e inequívocas señales lanzadas por Redrado– que prefirió no atender.

Y ahora, en un contexto polarizado, el debate se encuentra, una vez más, en un lugar un poco absurdo. La oposición ha vuelto a su lucha antimonárquica, Elisa Carrió insinuó la posibilidad de avanzar en un juicio político a Cristina y Pino Solanas denunció a la Presidenta ¡penalmente! Pero así como no parece sensato interpretar la posición oficial como un signo de autocratismo, tampoco parece lógico denunciar, desde el Gobierno, una conspiración fríamente urdida (como si entre Cobos y Redrado operara un comando único) o interpretar cualquier jugada opositora en clave destituyente: los bloques opositores tienen todo el derecho del mundo a intentar voltear los decretos por vía legislativa, del mismo modo que el Gobierno ha recurrido al veto cuando lo ha considerado necesario (y eso no le pone una corona). Algo similar sucede con la idea de gesta antiortodoxa, que ya ha comenzado a circular, como si la decisión de disponer de reservas para el pago de la deuda no fuera un paso más de la conservadora estrategia trazada por Amado Boudou para volver a los mercados internacionales de capitales (algo que, por otra parte, el establishment venía reclamando desde que el Gobierno había decidido recurrir a Venezuela para obtener financiamiento).

Y en el final, la pregunta de siempre: ¿Por qué este tipo de episodios derivan en una escalada absurda, como si cualquier decisión equivaliera al asesinato del archiduque de Austria? El estilo del Gobierno, la intransigencia de la oposición, la debilidad kirchnerista después de la derrota electoral, la perspectiva de 2011... son todos buenos motivos, pero la situación se repite y debe haber algo más. Con la cultura política sucede como con las brujas: nadie las ha visto pero que las hay, las hay.

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