domingo, 7 de marzo de 2010

LA COLUMNA de EMILIO CAFASSI


ACABÓ LA FIESTA

Escribe
EMILIO CAFASSI (*)
cafassi@mail.fsoc.uba.ar

(*)PROFESOR TITULAR E INVESTIGADOR
DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES,
ESCRITOR, EX DECANO.
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Acabó la fiesta. No tiene caso volver a discutir quién se hizo cargo de sus costos, aunque las opciones tecnológicas como facebook, twitter y los msm que autoconvocaron sorpresivamente a miles de jóvenes (y no tanto) por fuera de las estructuras organizativas durante la campaña frenteamplista, bien podrían haber ahorrado rispideces y sospechas, además de implicar a invitados anónimos en la propia celebración, socializando responsabilidades diversas. El antecedente de Obama, en un contexto completamente diferente, no debe despreciarse como técnica recaudadora para las izquierdas. Estos recursos son, además de medios de interacción social y cultural, una posible fuente de colecta monetaria mucho más descomprometida e ignota que el lobby de los sponsors corporativos, aunque constituyan productos comerciales de propósitos también lucrativos. Sobre todo si, desde ese zaguán festivo, se ganara efectivamente el purgatorio (al decir de Mujica) por asalto. No será el cielo soñado en décadas pasadas, aunque cualquier otro camino imaginable, conducía al infierno.
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Me perdí la fiesta. Tuve que volverme a tomar exámenes finales en mi universidad y aunque se hubiera televisado en Argentina tampoco la hubiera visto porque no tengo televisión, ni nunca tuve. Esta autoprivación, sin embargo, no me exime de algunas necesarias mediatizaciones. Por un lado porque el mensaje televisivo está presente en las tramas discursivas y en las construcciones hegemónicas del sentido común por el que todo escritor es permeado y sobre el que intenta influir a la vez. La TV fluye imperceptible y “naturalmente” como la sangre por nuestras arterias, venas y capilares, como anticipaba McLuhan. Por otro, porque la desposesión del propio aparato y conexión no garantiza hermetismo, al menos para quien pasa mucho tiempo fuera de su casa y país, y en cualquier alojamiento posible florecen las cajas bobas con sus recurrentes y concentrados proveedores de señales y contenidos. Por último, porque la teleaudiencia no conlleva participación alguna, sino inversamente su negación fisgona, pasivizante y acrítica.
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Si hubiera estado en Uruguay, mi única alternativa de participación en la fiesta hubiera sido presencial, o nada. Pero no sólo por propia elección sino por serias razones políticas (o más bien la ausencia de tales) del propio gobierno de izquierda. Y como no pretendo abusar de este espacio para exhibir mis deseos (frustrados en este caso), caprichos o costumbres sino para reflexionar en torno a estos hechos, la resultante sería ineluctablemente la siguiente: si hubiera estado en Uruguay y no hubiera podido acercarme a la plaza, la programación habría sido provista en términos prácticos y concretos por Direct TV, un distribuidor televisivo de algún otro planeta que no advirtió aún que este país existe productivamente y que tiene televisión de aire, pública y privada.
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Pero no son las empresas capitalistas de la comunicación las que deben interrogarse sobre contenidos y políticas de distribución de los mensajes sino los gobiernos, particularmente los populares y progresistas. La ausencia de todo canal uruguayo (a excepción de VTV, incorporado más o menos recientemente, cuya programación es poco más que plurideportiva) no se explica sólo por las estrategias comerciales de la empresa sino por la ausencia de exigencias gubernamentales. No hablo de nada revolucionario ni mucho menos expropiador. Sólo me pregunto si es posible que la empresa no esté obligada a subir siquiera la señal de la televisión nacional del país cuyo éter (de naturaleza ontológica indubitablemente pública) explota y cuya porción de plusvalía extrae a cambio del “servicio”. ¿Es posible que no se le exija transmitir señales con contenidos producidos en el país en el que se hace de clientes (o rehenes en los casos específicamente rurales) y factura en consecuencia?
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Sin embargo este no es siquiera un aspecto central de una posible política comunicacional de izquierda y de distribución de los mensajes. Nada sustantivo cambiaría con sólo subir las señales locales a Direct TV o a cualquier otro transportador, ya que la comunicación audiovisual hegemónica uruguaya sigue estando en manos de las mismas contadas familias de hace medio siglo, hoy un poco más tinellizadas. Seguramente también se haya podido ver algo de aquel acto a través de la CNN, o mejor aún desde Telesur. Pero es sólo un síntoma de que en este plano vital de la lucha contrahegemónica el gobierno de izquierda no ha hecho aún absolutamente nada. Ni siquiera algo tan elemental y tímido como exigir la distribución de algo de la producción nacional. La estructura audiovisual uruguaya es exactamente la misma que la del momento de apogeo neoliberal. Una antigualla amenazante.
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La jornada del lunes tuvo previsiblemente dos aspectos: el de la racionalidad a través de la oratoria y el de la emotividad mediante la celebración. La distinción es metodológica y sus compartimientos no son estancos. Hay algo de lo emotivo en los discursos, tanto como una racionalidad propia en la festividad. Particularmente en la izquierda, que ha logrado la máxima gregarización de la política, o para decirlo del modo en que Constanza Moreira lo expuso aquí hace algún tiempo, que ha hecho de la celebración un instrumento político cardinal activado en las campañas electorales. La izquierda ha logrado asociarse y prácticamente monopolizar la movilización, los reflejos cívicos y la demostración colectiva. Se ha adueñado del espíritu festivo y ha conseguido potenciar sus fuerzas aún en la derrota. Por eso lamento no haber podido participar aunque finalmente algo de la emotividad celebratoria “pesqué” en los días sucesivos, mediante fragmentos de youtube por Internet. Y el resultado ha sido, aún a pesar de lo limitado y tardío del medio, como mínimo erizante por lo que llamaré racionalidad emotiva.
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PUBLICADO EN “La República” Domingo 7 de marzo de 2010.

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