Escribe
JORGE
GÓMEZ BARATA (*)
(especial para
ARGENPRESS.info)
18 de Abril de 2011
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(*) Jorge Gómez Barata- Profesor, escritor, historiador, investigador y periodista cubano- Vive en La Habana- autor de numerosos estudios sobre EEUU. Especializado en temas de política internacional. Colaborador habitual en los principales medios de prensa, latinoamericanos y extranjeros.
Cuando alguien muere mientras participa en una “ruleta rusa”, no puede decirse que haya sufrido un “accidente”. Tampoco son accidentales las averías originadas por los efectos combinados de terremoto y tsunami en varias plantas nucleares japonesas. En ambos casos se trata de desenlaces previstos al asumir riesgos que rebasan las capacidades para lidiar con sus efectos.
No se trata del primero, sino del más reciente capitulo del aventurerismo con que a finales de la década de los cuarenta del siglo XX las grandes potencias se lanzaron a la aventura nuclear, única actividad humana capaz de aniquilar la vida en la tierra, incluso de hacer estallar físicamente el planeta.
Pocas veces se recuerda que Edward Teller, una de las eminencias del Proyecto Manhattan, antes de la prueba de la primera bomba atómica que había ayudado a crear, con fundamentos teóricos que entonces parecían sólidos, advirtió que la temperatura generada por la explosión atómica podría incendiar el hidrogeno presente en la atmosfera poniendo en peligro el planeta y de todas las criaturas que lo pueblan. No obstante, sin haber probado lo contrario, se efectuó la prueba.
A partir de Hiroshima y Nagasaki, el poder de la bomba atómica y de la energía nuclear sedujo a científicos, políticos y generales impulsando hasta límites demenciales la carrera de armamentos, que en apenas 50 años llegó a programar la “Guerra de las Galaxias.”
Para fabricar las primeras bombas y “dominar” la energía atómica fue necesario construir y operar primitivos reactores nucleares. De ahí surgió la idea de crear grandes plantas que utilizando uranio o plutonio, produjeran electricidad. Tanto fue el entusiasmo que un alto responsable norteamericano de la época afirmó que la electricidad sería tan barata que dejaría de ser un negocio. Igualmente prosperó la idea de introducir buques y aviones movidos por energía nuclear y hubo esperanzas de que las explosiones nucleares revolucionarían la construcción y en la minería.
Todo ocurrió antes de que los científicos e ingenieros encontraran formas apropiadas para manejar las sustancias radioactivas, crearan reactores seguros, resolvieran el modo de proteger a las personas que trabajan en las plantas y los reactores y sobre todo idearan modos de deshacerse de los desechos nucleares. En todos esos campos, la industria y las armas nucleares se encuentran aproximadamente en el punto en el que estaban en 1945.
La cronología de las catástrofes y de los sucesos extraordinarios ocurridos respecto a la energía atómica es sumamente dudosa. La secretividad que caracterizó la Guerra Fría hizo que casi todos los proyectos nucleares, militares o civiles se realizaran en el mayor misterios, como ocultados fueron varios accidentes y catástrofes nucleares. De haberlo podido escamotear, nadie se hubiera enterado del accidente de Chernóbil.
En octubre de 1940, exigiendo el mayor secreto, el presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, a espaldas del Congreso y de su gabinete, del alto mando militar, incluso del vicepresidente y naturalmente de los aliados; dio luz verde al desarrollo de la bomba atómica. En esa misma época los alemanes, bajo la dirección de Werner Heisemberg, avanzaban en el Proyecto Uranio y la Unión Soviética denominaba Borodino al suyo encabezado por Ígor Kurchátov.
De todos, el único que avanzó fue el Proyecto Manhattan dirigido por Robert Oppenheimer, Vannevar Bush y el general Leslie Groves. La peligrosidad de los experimentos y el carácter secreto, aconsejaron realizar los trabajos en un sitio alejado. El lugar elegido fue Los Álamos en el desierto de Nuevo México a más mil kilómetros del mar.
El equipo directivo del Proyecto Manhattan acondicionó las instalaciones, distribuyó un cúmulo de tareas de enorme complejidad científica entre decenas de universidades y centro de investigación y ensambló la lucidez de los más brillantes físicos de la época, entre ellos media docenas de premios Nobel y otros 5000 científicos e ingenieros con la energía de unos 150 mil trabajadores que, en dos años y al costo de 20 000 millones de dólares, crearon las tres primeras bombas atómicas. Una se utilizó en la prueba y las otras dos se arrojaron sobre Japón que entonces no supo que, después de Nagasaki no quedaba ninguna otra.
Con dudas e incertidumbre, en la noche del 16 de junio de 1945, en una acción que podía incluso costarles la vida, sin advertir a nadie ni avisar a México, en cuyas inmediaciones tenía lugar la prueba y que, de confirmarse las angustias de Teller, hubiera sido el primer perjudicado, Oppenheimer accionó el disparador. La prueba fue técnicamente un éxito pero sus resultados contrarios.
Espantados ante la capacidad de destrucción creada, los científicos e ingenieros fabricantes del artefacto atómico quedaron moralmente devastados, tanto que apelaron al presidente de los Estados Unidos para que no utilizara aquel engendró. Nadie los escuchó.
Luego cuento otros capítulos de la interminable y suicida “ruleta rusa atómica”. Allá nos vemos.
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