JUGANDO CON EL HAMBRE:
MILLONARIOS NEGOCIOS
CON LA TIERRA
Fuente
“BIO DIVERSIDAD”
10 de abril de 2012
.
Multinacionales, países petroleros y fondos de
inversión están comprando millones de hectáreas. El equilibrio natural, el
destino de los campesinos y el futuro del planeta están en juego.
Hay un producto más atractivo que el oro, más
rentable que el petróleo y más codiciado que las acciones de Apple: la tierra.
En los últimos diez años en África, América Latina y el Sureste Asiático, 230
millones de hectáreas han sido cedidas, vendidas o alquiladas a estados
petroleros, potencias emergentes, conglomerados industriales, fondos de
inversión y bancos.
Es como si hubieran comprado a Francia, España,
Alemania, Reino Unido, Italia, Portugal, Irlanda y Suiza juntos. Una fiebre de
miles de millones de dólares que está trastornando el planeta al establecer
plantaciones gigantes donde antes solo había sabanas, selvas y pequeñas
parcelas. Puede ser la oportunidad para impulsar una verdadera revolución verde
pero, a cambio, el mundo está jugando con su equilibrio y su sostenibilidad.
Desde tiempos coloniales, empresas y gobiernos
extranjeros se tomaron tierras en todo el mundo. Pero en 2008, cuando se
dispararon los precios de los alimentos, se aceleró el frenesí por comprar. Ese
año, según la compañía de análisis financiero Bloomberg, el trigo aumentó 130
por ciento; la soya, 87 por ciento; el arroz, 74 por ciento, y el maíz, 31 por
ciento. Sorprendidos, países que importan gran parte de su comida,
inversionistas y compañías agroindustriales redescubrieron el aforismo del
autor estadounidense Mark Twain: "Compren tierra porque ya no la
fabrican".
Un campesino en Ruanda. África concentra más de 70
por ciento de las compras masivas de tierras. Comenzó entonces la carrera por
las hectáreas. Como le dijo a SEMANA Danielle Nierenberg, experta en agricultura
sostenible de la ONG Nourishing the Planet: "muchos países ricos se
empezaron a preocupar por la manera como iban a alimentar a su población en 10,
20 o 30 años y se pusieron a buscar sitios para cultivar".
Así fue como
Arabia Saudita, Emiratos Árabes o Qatar, países desérticos que importan 60 por
ciento de su comida y que tienen los bolsillos repletos de petrodólares, se
volcaron a adquirir suelos fértiles en Etiopía, Kazajistán o Indonesia.
Japón, China y Corea del Sur también compraron
compulsivamente. Seúl controla ahora, a través de grandes consorcios como
Daewoo o Hyundai, 2.300.000 hectáreas en otros países.
Es uno de los
terratenientes más grandes del planeta y sus propiedades llegan hasta Brasil,
Tanzania, Filipinas o Rusia. China, por su parte, se prepara para enfrentar un
reto enorme. Tiene 1.400 millones de bocas para alimentar, el 20 por ciento de
la población mundial, pero menos del 10 por ciento de los suelos cultivables
del planeta. Con la urbanización y la industrialización, se está consolidando
el problema. Por eso en los últimos años Beijing firmó contratos con más de 30
países.
Uno de estos es República Democrática del Congo, el
país más grande de África, que lleva décadas atrapado en la llamada guerra
mundial de África. En esa nación, empresas chinas consiguieron una concesión
para instalar la plantación de palma más grande del mundo, que cubrirá en los
próximos años un millón de hectáreas -casi cuatro veces el tamaño de Bogotá-.
Pero no solo los gobiernos invierten. Con los
precios del petróleo por las nubes, la demanda por biocombustibles está
aumentando a una velocidad vertiginosa, y con ella la presión para sembrar caña
de azúcar, palma africana, soya o jatropha, una mata con propiedades similares.
Grandes empresas del sector energético, químico o agroindustrial están
adquiriendo por doquier. En Argentina, enormes extensiones de soya, destinada a
biocombustibles, están devorando la pampa y reemplazando alimentos como el
ganado o el trigo.
Pero el suelo ya no es solo para cultivar. También
se volvió una forma para ganar mucho dinero. Después de la crisis financiera de
2008, las tierras atrajeron inevitablemente a los mercados financieros, pues es
un negocio seguro. Con el auge de los biocombustibles, el calentamiento global,
el incremento de la población mundial y el alza de los alimentos, la presión
sobre la tierra va a seguir creciendo. Warren Buffett, el multimillonario
estadounidense, se gastó 400 millones de dólares en soya y azúcar en Brasil. En
Argentina, la familia Benetton posee 900.000 hectáreas en la Patagonia y el
gurú de las finanzas George Soros ya tiene un fondo para adquirir tierras en
América del Sur.
Como la compra masiva de tierras es aún un fenómeno
reciente, sus consecuencias aún son inciertas. Los nuevos terratenientes
insisten en que es una oportunidad única para sacar de la miseria a millones de
campesinos. Prometen inversiones en educación, salud, carreteras, inyectar
tecnologías y mejorar la productividad. Pero, como dijo a SEMANA Carlos
Vicente, de la ONG Grain, los riesgos son demasiado grandes: "El
acaparamiento de tierras ya está teniendo un tremendo impacto.
El
desplazamiento de comunidades locales, la destrucción de las economías
regionales, la pérdida de la producción de alimentos para el consumo local, la
pérdida de la biodiversidad, los impactos de los monocultivos y de los
agrotóxicos usados en la producción agroindustrial son efectos que ya son parte
de la realidad".
Las dos terceras partes de los nuevos negocios se
están firmando en África, en países que muchas veces carecen de instituciones
capaces de ejercer un control. Las transacciones son opacas y los derechos del
campesino no son precisamente la preocupación principal de los dirigentes. Además,
muchos países están dispuestos a todo tipo de sacrificios con tal de atraer las
inversiones.
Philippe Heilberg, un inversionista estadounidense
que tiene cientos de miles de hectáreas en Sudán del Sur, se lo explicó con
mucho cinismo a la revista Der Spiegel: "Cuando hay poca comida, el
inversionista necesita un estado débil que no lo fuerce a regirse por las
reglas". Así es como en Mozambique inversionistas consiguieron contratos
de alquiler de 99 años, con exenciones de impuesto sobre 25 años, al irrisorio
precio de un dólar por hectárea al año. Cada año solo van a pagar 300.000
dólares, lo que vale una casa en un suburbio de clase media en Houston.
También abundan denuncias de grandes organizaciones
humanitarias sobre regiones enteras que son desplazadas. En enero, Human Rights
Watch denunció que 70.000 campesinos de Etiopía abandonaron sus pueblos después
de que el gobierno vendió sus tierras. Oxfam, por su parte, indicó que en
Uganda 20.000 personas salieron de sus parcelas para que ahí se instale una
compañía maderera.
Pero tal vez la mayor preocupación es que, aunque
parezca contradictorio, la producción masiva estimula el hambre. Nierenberg
dijo que "los gobiernos muchas veces venden sin consultar con las
comunidades. Los granjeros, ya sin parcela, no pueden alimentar a su familia y
se ven obligados a migrar a las ciudades". Además, los alimentos ahora
compiten en un mercado global. El pobre de Etiopía tiene que pagar un precio
competitivo por el trigo que consume o, de lo contrario, el producto es exportado.
El modelo agrícola, basado sobre todo en
biocombustibles, acaba con los cultivos tradicionales. A mediados del año
pasado, miles de personas murieron de hambre en el Cuerno de África. Una crisis
que, según un reporte del Banco Mundial, fue provocada por una sequía
prolongada, pero también por el auge de biocombustibles que contribuyeron a la
inflación de la comida.
Por ahora, activistas y ONG tratan de imponer un
código ético mundial, mayores controles y más transparencia en el mercado de
tierras. Aunque algunos, como Carlos Vicente, piensen que "buscar un punto
medio es como intentar que convivan en una jaula un cordero y un león", el
mundo tiene la obligación de resolver pronto cómo va alimentarse, sin correr el
riesgo de autodestruirse.
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