LOS
PODEROSOS MANDAMASES
DE LOS AÑOS ’70 APARECÍAN PISOTEADOS
POR EL BARRO DE LA
IMPUDICIA
Y LA COBARDÍA DE LAS ARMAS
UNA VEZ MÁS Y PARA SIEMPRE.
Escribe
OSVALDO BAYER (*)
Columnista de
“Página 12”
de Buenos Aires, Argentina.
16 de agosto 2014
(*)BAYER OSVALDO JORGE (Santa Fe, Argentina, 18 de
febrero de 1927) es un historiador, escritor y periodista. Estudió
Historia en la Universidad de Hamburgo (Alemania). De regreso en la Argentina,
trabajó intensamente en el canal educativo y cultural del Ministerio de
Educación de la Nación. Es conocido por su activismo a favor del
movimiento anarquista.“Un anarquista y pacifista a ultranza como él se
autodenomina”.
La
información cubrió todo como una ola. Todo lo otro pasó a segundo plano. Había
aparecido el nieto de Estela. Todo parecía una fantasía más de la realidad.
Pero era la verdad. De cuerpo y alma. Había triunfado la ética una vez más. Los
poderosos mandamases de los años ’70 aparecían pisoteados por el barro de la
impudicia y la cobardía de las armas una vez más y para siempre. Triunfaron las
Abuelas sobre el poder de las armas y lo injusto. Me hubiera gustado que los
brutales genocidas Videla, Massera y Agosti estuvieran vivos y como periodista
haberlos visitado en la cárcel para preguntarles qué sentían al verse
completamente desnudos ante la aparición de Guido. Estoy seguro de que sólo
hubiese escuchado rebuznos como respuesta. Desnudos, desnudos, tan poderosos
antes y ahora desnudos y ya con olor a podrido. Por eso, ese día salí a caminar
hacia la luz. Hacia la luz, hacia la explicación nunca encontrada de la palabra
vida. Voy a buscarlo a Guillermo Hudson, le voy a dar la mano y pedirle que me
acompañe. Recorreremos el camino que él transitó en su vida: nuestras pampas,
nuestra tierra, con su inmensidad y sus colores, sus silencios y sus voces
naturales, su gente, sus lunas, sus soles. Leo sus páginas. Allá lejos y hace
tiempo. Aparece su amor entrañable, ese paisaje que lo vio desde niño, de
adolescente y en plena juventud. Nos dice: “El cielo azul, la tierra parda, el
pasto, los árboles, sus animales, el viento, la lluvia y las estrellas nunca me
son extraños, porque en ellos estoy, de ellos soy y con ellos
me identifico. Mi
carne y la tierra son una, el calor del sol y de mi sangre son uno, y uno el
viento y la tempestad con mis pasiones”. Aunque dejó la pampa bonaerense a los
treinta y tres años de edad, Hudson, en pensamiento, siempre estuvo allí. Oía
sus pájaros, olía a la pampa, sus ojos veían todo verde, su aliento olía a
pastos verdes, su vista se perdía siempre en el mismo azul de ese cielo
pampeano pleno de azules y de blancas nubes, y el destello de cien mil
estrellas. Mantuvo siempre toda aquella memoria de niño y de adolescente, y desde
la lejanía europea lo puso todo en papel como si jamás se hubiera alejado. Cada
día pasaba con la vista del recuerdo lo que había vivido en la fuerza de
descubrir, de admirar, de seguir el vuelo de la mariposa, de orientarse por el
trino de los gorriones y sus vuelos, de mirar el sol sin pestañear. Sí, lo
silvestre. La sabiduría nata del gaucho y verlo alejarse en su caballo como si
marchara al más allá ya sin regreso... El diálogo casi mudo pero sabio con el
habitante de la tierra.
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