sábado, 21 de febrero de 2015

LA TORMENTA PERFECTA

… LO PEOR EMPIEZA AL MISMO DÍA SIGUIENTE,
CUANDO SE DECIDE QUE LOS SUEÑOS NECESITAN UN REGLAMENTO. 
Y LOS SUEÑOS REGLAMENTADOS SE VUELVEN SIEMPRE PESADILLAS...

Escribe 
SERGIO RAMÍREZ (*)
Columnista habitual de
“La Jornada” de México
 Viernes 20 de Febrero 2015

(*) SERGIO RAMIREZ – (Nicaragua, Masatape, 1942), Escritor, abogado, periodista y político nicaragüense. Fue vicepresidente de su país entre 1986 y 1990 durante el mandato de Daniel Ortega. En el gobierno de Violeta Chamorro, fue legislador. Se graduó en Leyes por la Universidad Nacional Autónoma de León. En Costa Rica fundo revista “Repertorio” Integro la lucha contra el dictador Somoza, desde el FSLN.  Ha sido analista político internacional, autor de varios libros- se consagró internacionalmente en 1998 cuando ganó el Premio Alfaguara. Referente en la joven historia del continente


Hace años, a comienzos de los dos mil, en un hotel de Maracaibo donde debía presentar mi libro Adiós muchachos, me tocó ver el ir y venir de los participantes a un entusiasta cónclave de partidarios del comandante Hugo Chávez, recién llegado entonces a la presidencia, que se celebraba en otra sala vecina, todos de
boinas y camisas rojas, broches en las boinas e insignias en las camisas, y todos con rostros sonrientes y entusiastas, como si acabaran de atrapar el futuro y no estuvieran dispuestos a soltarlo. Para entonces yo ya venía de vuelta de mi propia revolución en Nicaragua, y precisamente en aquel libro de memorias contaba mis experiencias, un libro lleno de nostalgias por lo que pudo haber sido y no fue; y para quien quisiera leerlo buscando lecciones, que yo no me proponía dar, también estaba lleno de advertencias acerca de los errores y equivocaciones que una revolución incuba desde el primer día, a lo mejor sin proponérselo, pero que indefectiblemente conducen a la fatalidad.  Hay diferencias notables entre ambos procesos históricos, la primera de ellas que nosotros habíamos derrocado una

dictadura familiar de larga data, haciendo tabla rasa del antiguo régimen, y en Venezuela el sistema democrático se había agotado, agobiado por la corrupción, lo que había dado paso a que las esperanzas se fijaran en Chávez, cuya figura había venido creciendo tras un fallido golpe de Estado. Pero la parafernalia revolucionaria que él desplegaba era muy parecida, en el discurso y en los símbolos. Y esa vez, mientras escuchaba al otro lado del tabique corear las ardorosas consignas bolivarianas, me invadía un sentimiento confuso en el que se mezclaban mis recuerdos de cuando los diques se rompen, se sueltan las aguas caudalosas y entonces todo parece posible; mi respeto por la devoción con la que aquellos militantes improvisados, de diversas edades, compartían aquel sueño que creían realizable; y la voz que por dentro me decía que esa película yo ya la había visto. Aunque, por supuesto, no iba a cometer la arrogancia de meterme al salón donde


sostenían su seminario, o taller, no sé qué cosa sería, a advertirles que sabía cuál era el final, porque yo lo había vivido. Para entonces ya sabía que lo mejor de una revolución que alza su vuelo mesiánico ocurre el primer día, cuando se puede ver el mundo desde la altura, tan pequeño que se piensa que la empresa de transformarlo no tendrá mayores obstáculos, y que lo peor empieza al mismo día siguiente, cuando se decide que los sueños necesitan un reglamento. Y los sueños reglamentados se vuelven siempre pesadillas.      

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