“MILLONES PIENSAN, QUE LA VIDA ERA MÁS PREVISIBLE ANTES,
PORQUE TODOS SABÍAMOS
LO QUE TENÍAMOS Y ERA ASI.
PORQUE NO HABÍA RICOS PERO TAMPOCO HABÍA POBRES.”
Escribe
MEMPO GIARDINELLI (*)
Fuente “Pagina 12”.
Buenos Aires. Argentina.
26 de marzo 2015
(*) MEMPO GIARDINELLI (1947 Resistencia, Chaco) es un
escritor y periodista argentino. Vivió en Buenos Aires entre 1969 y 1976,
estuvo exiliado en México entre 1976 y 1984, Fundó y dirigió la revista Puro
Cuento. Autor de novelas, libros de cuentos y ensayos. Su obra ha sido
traducida a más de 20 idiomas.
El
viaje acaba en San Petersburgo, ciudad de maravilla que expone todas las que se
suponen características del espíritu ruso: delicadeza y magnificencia;
expansión agraria e industrial; nacionalismo y vocación imperial. Todo eso se
sintetiza en la fastuosa Avenida Nevsky, en la que se suceden, a velocidad
capitalista, enormes escaparates que recuerdan a Nueva York más que a París. Claro
que el
paisaje humano sí es europeo: la belleza y elegancia de hombres y
mujeres, la profusión de coches de alta gama, los infinitos restaurantes llenos
y una impresión general cosmopolita y distinguida renuevan la calidad de joya
que define a esta ciudad del extremo norte occidental de Rusia. Con cerca de
150 millones de habitantes que ocupan el territorio nacional más extenso del
planeta (17 millones de kilómetros cuadrados, o sea el doble que Canadá,
Estados Unidos, Brasil, China o Australia, y seis veces más grande que la
Argentina), la densidad poblacional de Rusia es muy baja, mucho más que la
nuestra (8 habitantes por km2, contra 16 de la Argentina). Pero aun así es el
octavo país más poblado de la Tierra. Vienen, como todo el mundo sabe, de vivir
por más de 70 años una de las experiencias políticas, económicas y sociales más
complejas y traumáticas de la historia de la
humanidad, y de la cual han
emergido hace apenas un cuarto de siglo. No es pequeño dato éste, y
necesariamente debe ser considerado para comprender la nueva modernidad rusa,
porque todos los problemas que hoy aquejan a esta sociedad reconocen la misma
etiología. Me lo explica Iván mientras conduce su taxi, un flamante
Mercedes-Benz: “Nací y viví 34 años en el comunismo, y ahora llevo 25 tratando
de adaptarme. Tengo más comodidades y mejor nivel de vida, tengo celulares para
cada uno de mis hijos y libertad para decir lo que se me da la gana. Pero sigo
pensando, como piensan millones de rusos, que la vida era mucho más tranquila y
previsible antes, porque todos sabíamos lo que teníamos y en efecto lo
teníamos, y no había ricos pero tampoco había
pobres. No digo que aquello era
mejor, pero no estoy seguro de que esto lo sea. Y la generación de mis hijos,
le confieso, a mí no me termina de gustar”. Pasamos por el enorme conjunto
edilicio que fue sede del gobierno comunista hasta 1989 y que ahora es un
gigantesco centro comercial, y observo que en la anchísima plaza sigue en pie,
inmaculada, la monumental estatua de Lenin agitando a las masas. “¿Y eso?”,
pregunto. “Eso”, responde sonriente. Sé que San Petersburgo no es toda la
inmensa Rusia, pero paso los días caminando por esta ciudad henchida de orgullo
y entiendo por qué todo el pueblo ruso la ama. Ahora han recuperado fastuosas
catedrales, palacios y museos (el Hermitage es tanto o más impactante que el
Louvre, por caso) y vuelve a resplandecer la que desde hace 300 años funciona
como fantástica puerta giratoria entre Europa y Asia. La crisis económica no se
ve, es más bien una materia periodística. Al menos aquí, en esta Rusia que
balconea hacia el Báltico, que para ellos es decir Europa. Como sea, el
desarrollo es impactante y no sin contradicciones, porque si en las afueras de
San Petersburgo están todavía los campos desde donde los alemanes bombardearon
la ciudad durante 900 días, provocando un millón y medio de muertos, ahora allí
se construyen nuevas y descomunales ciudades dormitorio con modernísima
infraestructura. Hace muy poco el gobierno de Vladimir Putin devaluó el rublo
en un 50 por ciento, pero eso no desató inflación, que se mantiene entre el 15
y el 17 por ciento anual. “Aquí no tienen esa cultura”, me explica un
compatriota que lleva ocho años trabajando en esta ciudad y en Moscú. ¿Y
entonces qué sucede? “Nada. Para ellos se abarataron las cosas, aunque ya no
viajan tanto al exterior porque afuera todo les resulta más caro. Se adaptan.”
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