Sábado
25 de febrero de 2012
¿QUÉ PASÓ CON
LOS HÉROES DE FUKUSHIMA?
Escribe
GEORG
BLUME (*)
Fuente:
TAGESZEITUNG
Publico:
“Sin Permiso”
23 de
febrero de 2012
-
(*) GEORG BLUME - (Alemania) Escritor. Periodista del diario
de Alemania "Die Tageszeitung". Es corresponsal permanente del
semanario Die Zeit y el diario Taz y de la revista
austríaca Profil Kristin Kupfer. Informa regularmente sobre Asiaq, zona
del mundo de la que tiene un particular dominio. En Japon es uno de los
raros informadores occidentales presentes en la ciudad de Fukushima.
.
HASTA
HACE POCO LOS “SAMARITANOS ATÓMICOS” DE FUKUSHIMA ESTABAN EN BOCA DE TODOS.
¿QUIÉN SE ACUERDA HOY DE ELLOS?
Se ha
hecho tarde en este karaoke de Fukushima. Ihsaka duerme. Ha bebido mucho:
primero cerveza, luego sake. Ahora duerme enroscado encima de un sofá de felpa
azul. Los cabellos, largos, grises, caen sobre su cara demacrada, cubriéndola.
Viste un hanten, una chaqueta tradicional japonesa para el invierno, y calza
zori, las típicas sandalias de madera. Ante él varios vasos, una botella para
el sake y un bol con patatas fritas prácticamente intacto. El televisor está
conectado, sin sonido.
Cuando
se insertan los códigos para las canciones, vuelven a sonar las viejas
canciones de los cincuenta y sesenta que tanto gustan a Ihsaka. Se las sabe de
memoria. Tratan sobre el amor fraternal y la justicia, de los anhelos de la
mafia japonesa. Ihsaka ha estado cantando toda la tarde, luego ha sucumbido al
cansancio y el alcohol.
“Soy un
yakuza”, me ha dicho Ihsaka en el transcurso de la tarde. Yakuza. Mafiosos,
gente que pertenece a un medio en parte criminal y en parte socialmente
integrado. Normalmente los yakuza no hablan de sus orígenes, pero Ihsaka sólo
oculta su nombre.
Es un
caso especial, porque se encuentra en una misión. “Lo que yo hago, es una
pequeña contribución”, dice después de varios vasos de sake. “Si no hiciese mi
trabajo, los niños nunca podrían volver a jugar en Fukushima”. A diferencia de
otros, él ha venido como voluntario a Fukushima. Ihsaka es una especie de
“samaritano atómico”.
Desde
el verano pasado Ihsaka trabaja cuatro días a la semana en la zona contaminada
de la central nuclear de Fukushima. Vive en un hostal para turistas a una hora
de distancia al sur de la ciudad. De hecho se trata de un barrio de lujo, pero
debe compartir la habitación con tres colegas. Ihsaka se siente incómodo en
estas estrecheces. Por eso es feliz cuando puede pasar una tarde en el karaoke.
En el
lugar de vacaciones Yuzawa-onsen, en la preferectura de Fukushima, los
trabajadores de la central nuclear han sustituido a los turistas, que han
dejado de venir. En los días de trabajo Ihsaka se levanta a las cinco de la
mañana. Un minibus de los yakuza lo transporta junto a sus colegas hasta la
Aldea-J. La Aldea-J fue el campo de entrenamiento de la selección femenina de
fútbol japonesa, que ganó el campeonato mundial en Alemania. Hoy es el centro
de mando para los trabajos de limpieza y reparación en los reactores dañados.
5.000 personas trabajan en la Aldea-J a tan sólo 20 kilómetros de los reactores
nucleares.
El
minibus de Ihsaka se detiene en un enorme aparcamiento junto a cientos de
autobuses, en cuyos parabrisas traseros aparecen las marcas de las grandes
firmas: Mitsubishi, Toshiba, Hitachi. Todo el empresariado japonés colabora y
los autobuses traen a sus trabajadores al lugar. Pero también los yakuza
pertenecen al tejido empresarial japonés. Ninguna de las 50 centrales nucleares
se hubiera construido sin ellos.
Las
bandas mafiosas monopolizan desde hace décadas el mercado laboral como
mediadores entre los peones y las grandes construcciones. Los trabajadores
empleados por la mafia han de desempeñar los trabajos peor pagados, que en
ocasiones también son los más peligrosos. Si ocurre un accidente, la red
mafiosa oculta las consecuencias. Por esa razón los yakuza son tan necesarios
en Fukushima ahora. Si uno de sus trabajadores muere más tarde por culpa de un
cáncer causado por la radiación radioactiva, las investigaciones nunca llegarán
a buen puerto. Sin embargo, hay contratos de trabajo de por medio. En principio
todo es legal.
Ihsaka
pertenece a una cuadrilla de ocho hombres. Su jornal es unos 150 euros más alto
que el de un obrero normal. Se reúnen en el aparcamiento, entran en la zona de
exclusión más allá de la Aldea-J y desde allí son conducidos a los reactores.
Su tarea consiste en limpiar los edificios, conductos y ruinas: todo lo que
queda de los reactores destruidos. Los colegas de Ihsaka son cualquier cosa
menos voluntarios: la mayoría de ellos han contraído deudas con los tiburones
crediticios de la mafia y por ello deben aceptar cualquier trabajo que les
proporcionen los yakuza.
SIN
TRAJE PROTECTOR
Nadie
ajeno a las labores de limpieza puede acompañar a los trabajadores a la zona de
los reactores. Hasta la fecha los periodistas sólo han podido visitar el lugar
de la catástrofe en grupo y bajo la estricta observación de Tepco, la compañía
operadora de las centrales nucleares. Ihsaka está cuatro veces a la semana en
el lugar y puede hablar de ello.
Normalmente
él y sus colegas visten unos pesados trajes protectores y llevan consigo un
dosímetro al trabajo. “Tenemos que llevar traje y máscara, pero no siempre lo
hacemos”, dice Ihsaka. Ahora en invierno el traje no molesta. Pero hace unos
meses, a finales de verano, cuando el grupo de Ihsaka llevaba los escombros de
los reactores de un sitio a otro, el traje les dificultaba transportar los
objetos más pesados.
Además,
los trabajadores sudaban con ellos. “Entonces vi a menudo los tatuajes de mis
colegas”, dice Ihsaka. Lo que quiere decir que trabajaron sin la parte superior
del traje protector junto a los reactores contaminados. Ihsaka recuerda que
nadie le instruyó sobre cuál es la mejor manera de moverse llevando un traje
protector.
Hasta
hoy los ocho hombre del grupo de Ihsaka vigilan que cada uno de ellos tenga al
final del día la misma dosis de radiación en el dosímetro. “Cuando he recibido
1'1 milisievert y mis colegas sólo 0'9, entonces cambiamos durante un rato
nuestros lugares de trabajo”, dice Ihsaka. Lo que preocupa a estos hombres no
es tanto las elevadas dosis de radiación como si tendrán trabajo al día
siguiente. Quien recibe demasiada radiación, al día siguiente es apartado del
trabajo y no recibe ningún salario.
La
dosis máxima de radiación a la que un trabajador de una central nuclear en
Japón puede exponerse se encuentra en los 100 milisievert anuales. Desde julio,
Ihsaka ha acumulado según sus documentos de trabajo 70 milisievert. Así que aún
puede seguir trabajando. Cuán grande es el peligro para él, no quiere saberlo.
“Obviamente, soy un conejillo de indias para ellos”, dice. Pero eso no parece
molestarle.
Ihsaka
tiene un motivo para aceptar los riesgos de la radiación nuclear. Hasta el
verano pasado, trabajó durante 29 años como cocinero en Tokio. No era ningún
yakuza activo, pero pertenecía al medio. Su mujer lo abandonó. Sólo su hija
mayor siguió a su lado para ocuparse de él, después de que hace un año
contrajera una grave pulmonía. Permaneció inconsciente durante días, pero su
hija estaba junto a él al lado de la cama. “Fui salvado y ahora estoy aquí para
salvar la vida de los niños de Fukushima. Quiero que así quede el recuerdo de
mi hija”, dice Ihsaka quien, de hecho, quiso trabajar como cocinero para los
evacuados de Fukushima. Pero entonces encontró a través de sus contactos el
trabajo en la zona del reactor.
SECRETISMO
Ni ha
estudiado ni ha recibido formación alguna. Lo de cocinero lo aprendió por sí
mismo. Pero Ihsaka es un hombre meditabundo. Espontáneamente, habla toda la
tarde en el karaoke sobre Hiroshima y Nagasaki. Muy pocos japoneses lo hacen
con relación a Fukushima. Ihsaka piensa que los americanos llevaron a cabo todo
lo posible tras el lanzamiento de las bombas atómicas para mantener en secreto
las consecuencias de la radiación atómica.
De
hecho, todas las investigaciones del conocido hospital para la radiación
americano en Hiroshima estuvieron clasificadas durante décadas. “Y con el mismo
secretismo actuamos nosotros los japoneses hoy tras Fukushima”, afirma. Por eso
habla tanto esta tarde. No quiere más secretos. Aunque haya debido firmar antes
de aceptar el trabajo una cláusula por la que promete no informar a los medios
de comunicación de su actividad, ahora rompe conscientemente esa norma. “Se lo
contaría con gusto a todo el mundo”, afirma.
Tras la
catástrofe nuclear los trabajadores de la central fueron tenidos por algún
tiempo en la opinión pública como héroes. Pero no obtuvieron ni de lejos la
fama de, pongamos por caso, los bomberos neoyorquinos tras el atentado a las
Torres gemelas. Por eso mismo Ihsaka es a un mismo tiempo un criminal político
y un entrevistado agradecido. Sin embargo, si no tenemos en cuenta un par de
noticias muy generales del New York Times sobre las condiciones de trabajo de
los trabajadores de la central nuclear, apenas hay historias sobre los héroes
de Fukushima. ¿Acaso sus historias no merecen la pena ser tenidas en cuenta?
Cuanto
más habla Ihsaka en el karaoke, más se da cuenta de cuán impresionante es su
propia historia. Las preguntas de los periodistas le dejan perplejo. ¿Por qué
le preguntan por los colores y los motivos de los tatuajes de sus colegas?
Ihsaka llega una y otra vez al punto en el que no quiere responder más
preguntas. Se disculpa diciendo que le gustaría explicar más, pero tiene que
pensar en su contrato para la compañía Tepco. No quiere que le fotografíen.
Pero al día siguiente se despide una vez más del reportero en un modesto
establecimiento de fideos. “Estoy sólo”, reconoce. “Echo en falta hablar con
alguien.”
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