PLANTANDO
ESCLAVOS
Escribe
GUADALUPE
RODRÍGUEZ (*)
Fuente:GEA
Photowords
Publicó:
“Rebelion”
(*) GUADALUPE
RODRÍGUEZ es licenciada en filosofía, pero se dedica al
activismo y la investigación para la organización Salva la Selva. Ha trabajado
en Argentina, Ecuador, Alemania y el estado español. Sus análisis y denuncias
de la destrucción ambiental y violaciones de derechos fundamentales en el Sur
global y que se publican semanalmente en la web de la organización Salva la
Selva y medios de comunicación alternativos.
Fuente
de esta nota (y fotos) http://geaphotowords.com/blog/?p=13521#more-13521
.
Acceder
a la tierra como propietarios es prácticamente imposible para muchos campesinos
de Latinoamérica. Desde hace décadas, luchan por sus derechos y por su dignidad
frente los políticos y a los latifundistas de las plantaciones destinadas a
generar combustible. Cuestionan la política de la bioenergía y denuncian las
violaciones de los derechos humanos ligadas a su producción y expansión. El
caso extremo es la existencia de trabajo esclavo en plantaciones de caña de
azúcar y etanol, en Brasil y Haití. Dos ejemplos que nos hacen sonrojar.
.
En
Brasil trabajadores de la caña de azúcar viven condiciones durísimas. El
monocultivo extensivo para la producción de azúcar y etanol en Brasil es
socialmente excluyente, culturalmente genocida y ecológicamente devastador. La
alianza de la industria automovilística, petrolera y agrícola con el Fondo
Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del
Comercio para desarrollar bioenergía pasa su factura en los países del Sur.
Hace imposible la largamente esperada reforma agraria, es decir, una división
más justa de la tierra. El monocultivo en Brasil, responde al mismo modelo que
en Malasia e Indonesia. Es el latifundio que trajo Cristóbal Colón a América en
1492.
En la
zona costera de Pernambuco, en Brasil, existen tierras excelentes. Las mejores.
Y están cubiertas por el monocultivo del azúcar. En principio, no hay motivos
para tener algo en contra de la caña de azúcar, ni en contra del azúcar, ni del
bioetanol que se produce a partir de la caña. Pero esta energía procedente del
monocultivo se genera dentro de un modelo de producción excluyente. Allá no es
posible controlar un latifundio de 25, 30 o 40 mil hectáreas sin tener un
ejército privado. Los dueños de estos latifundios utilizan sus milicias
-personas particulares armadas- para matonear a la población. Los barones de la
caña suelen tener a su servicio al prefecto, a las autoridades, a la policía
del lugar y demás fuerzas vivas.
.
El
campesinado brasilero hace décadas que lucha por una reforma agraria. Cada vez
más las trabajadoras y trabajadores que viven en las plantaciones conocen los
motivos por los que no tienen tierra. Saben que es por la estructura de la
sociedad, y trabajan por cambiar esa estructura. Y la manera de hacerlo es la
ocupación de tierras. Por todo el país hay ocupaciones y asentamientos, que
luchan por su reconocimiento. Albertina , que trabaja en los campos de caña,
nos cuenta que “no hay futuro en los campos de caña. Yo nunca he tenido nada.
Sólo trabajo y ruina. Trabajo sin recibir nada a cambio. La poca salud que
tenía se me ha acabado. El patrón es un corrupto”.
Y la
esclavitud es un tema candente en Brasil. Durante los últimos años, miles de
esclavos han sido liberados de las plantaciones de caña de azúcar. El gobierno
tiene planes para sembrar más caña, por ejemplo, en el norte de la Amazonía.
Son muchos los padres y madres brasileñosl que dicen “yo trabajo en la caña de
azúcar para que mi hijo o mi hija no tengan que hacerlo jamás”. Es un trabajo
durísimo y en las plantaciones la vida es muy cruel: hambre, sed, la violencia,
amenazas, desplazamiento… Desde países del norte se habla de producción de
bioenergía, energía “limpia”, “sostenible” y “renovable”. El modelo que utiliza
Brasil para producir etanol no sólo no es limpio, sino que también es inviable.
.
MAR DE SOJA EN EL CONO SUR
En el
cono sur se expande imparable el monocultivo de soja. El mundo rural enfrenta
una cruda realidad. En su mayoría, se trata de soja genéticamente modificada.
El 99% de la argentina es transgénica, así como el 92% de la paraguaya y la
mitad de la soja que se produce en Brasil. Tampoco Uruguay ni Bolivia quedan al
margen. El espacio sobre el que ahora se extienden inmensas superficies de soja
era anteriormente utilizado por las poblaciones para la producción de
alimentos, para la ganadería, o se encontraba ocupado por pastos o bosques
naturales con su biodiversidad. En todos estos entornos subsistían poblaciones:
comunidades rurales e indígenas, pequeños pueblos y ciudades. La diversidad
previa se está transformando en “desiertos verdes”.
El modo
de producción de la soja excluye, empobrece y enferma a quienes habitan las
cercanías de las plantaciones. Son literalmente fumigadas con pesticidas y
venenos altamente tóxicos, desde avionetas o vehículos terrestres. “No sólo a
los cultivos afecta la fumigación. También a nosotros”, reclaman los campesinos
paraguayos y argentinos. Para producir soja se importan a estos países cada vez
más pesticidas y maquinaria que expolia rápidamente los suelos, que quedan
pobres y compactos. “La soja transgénica no es nuestro único problema. También
los agrotóxicos. Los ríos y acuíferos quedan expuestos a la contaminación”,
dicen.
Otra
consecuencia es el desplazamiento de los lugares de arraigo campesino: por la
falta de trabajo y el acaparamiento del territorio. Cuando se impone
resistencia, el desplazamiento sucede incluso con métodos violentos como la
fuerza policial o de estructuras paramilitares. “El comisario Aguilar vino y
dijo que teníamos diez minutos para despejar el predio en el que vivíamos”,
cuenta un desplazado.
Colateralmente
supone el fin de culturas, tradiciones y modos de vida. La soja se extiende
arrasando todo lo que se encuentra en su camino y no respeta soberanías ni
fronteras. “Hemos sido amenazados repetidamente por la policía y por los
terratenientes”, nos testimonian. Es la complicidad de algunos gobiernos la que
permite que empresas del agronegocio industrial se apropien de la tierra. Y la
soja no es para consumo local sino que está destinada a la exportación. Se usa
para producir piensos que alimentan al ganado -vacas, cerdos, pollos- de los
países del Norte, y para fabricar agrocombustibles, nueva energía para
abastecer automóviles.
Lejos
de tratarse de energía auténticamente limpia, el biodiésel de soja contribuye
negativamente al cambio climático. Al alto consumo de insumos químicos
-plaguicidas y fertilizantes en algunos casos nitrogenados- de los cultivos,
las emisiones generadas por el cambio en el uso de la tierra, como sucede al
talar un bosque para convertirlo en un monocultivo, se suma el intenso tráfico
vial, fluvial y marítimo para el transporte y comercialización, lo que conlleva
un gran número de emisiones de gases efecto invernadero y calentamiento del
clima.
La
consecuencia es la devastación de suelos, deforestación y la eliminación de la
agricultura familiar que alimenta a las poblaciones. “El monocultivo de soja a
gran escala -industrial- no es ni puede nunca ser sostenible”, dicela carta
abierta de organizaciones ambientales a la industria de la soja. Su expansión
responde a intereses corporativos y al modelo económico imperante.
Los
impactos del modelo económico que nuestro modo de vida consumista y globalizado
impone en los países del Sur, los sufrimos todos. El campo queda despoblado, se
deshumaniza la agricultura, y se violan derechos fundamentales. Sea en forma de
agroenergía en nuestros vehículos o de piensos para animales, todos consumimos
esta soja. Con todo lo que implica: el cambio climático, los pesticidas y la
modificación transgénica. La probabilidad de que los animales que consumimos se
hayan alimentado de soja genéticamente modificada es extremadamente alta. Por
eso es importante conocer el origen exacto de todos los productos que
consumimos. Una solución es exigir un etiquetado completo y estricto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario