APRENDIMOS
QUE YA LA HISTORIA ENSEÑABA:
LA DEMOCRACIA POPULISTA NO ES MÁS QUE
UN SEUDÓNIMO
DEL AUTORITARISMO.
PARA ENTRAR EN LA DICTADURA SIN APELLIDOS
PARA ENTRAR EN LA DICTADURA SIN APELLIDOS
Escribe
SERGIO RAMÍREZ (*)
Columnista habitual en
“La Jornada” de Mexico
Lunes 6 de
abril 2015
(*)
SERGIO RAMIREZ – (Nicaragua, Masatape, 1942), Escritor, abogado, periodista y
político nicaragüense. Fue vicepresidente de su país entre 1986 y 1990 durante
el mandato de Daniel Ortega. En el gobierno de Violeta Chamorro, fue
legislador. Se graduó en Leyes por la Universidad Nacional Autónoma de León. En
Costa Rica fundo revista “Repertorio” Integro la lucha contra el dictador
Somoza, desde el FSLN. Ha sido analista
político internacional, autor de varios libros- se consagró internacionalmente
en 1998 cuando ganó el Premio Alfaguara. Referente en la joven historia del
continente
Después
de padecer largas dictaduras militares a lo largo del siglo XX en América
Latina, y apartadas las polarizaciones ideológicas que llevaron a conflictos
armados en no pocos países, la recuperación, o edificación, del estado de
derecho pareció ser la meta a conseguir
como salvaguarda de un futuro en que democracia
y desarrollo pudieran caminar de manera integral y paralela. Bien podría
decirse que la aspiración de finales del siglo XX fue hacer que la realidad
política respondiera a la letra de las constituciones, un ajuste en el que
habíamos fracasado desde los días de la independencia. Ni más ni menos,
regresar al siglo XIX para poder tener siglo XXI, recuperando el cúmulo de
ideas que habían fundado las repúblicas liberales. Las democracias empezaron a
funcionar basadas en el regreso al fundamental derecho de elegir, y a partir de
allí fue necesario probar la eficacia de las instituciones, como salvaguarda
para evitar el temido regreso a la concentración viciosa de poder y al arbitrio
de una sola persona mandando por encima de las leyes. Esta había sido la
persistente realidad impuesta desde el siglo XIX, que acabó con el
sueño
benéfico de la majestad de las constituciones y el imperio de las leyes, algo
que a los caudillos siempre les pareció una tontería infantil. Pronto se
descubrió, antes de que se cerrara el siglo XX, que la institucionalidad
democrática era capaz de resucitar de las cenizas de las dictaduras militares,
solamente donde esa institucionalidad había prosperado antes, como en Uruguay o
en Chile; pero donde históricamente había sido débil, o apenas existente, era
difícil reinventarla, como en la mayoría de los países centroamericanos. En
otros, como Venezuela, era el agotamiento del sistema democrático,
desprestigiado por la corrupción, el que abría paso a nuevas propuestas que con
el tiempo vinieron a probar su dramático fracaso. Pero tampoco el populismo,
proclamado con pompa revolucionaria, venía a ser nada nuevo en América Latina;
ya lo
conocíamos desde tiempos de Perón, Getulio Vargas y Rojas Pinilla.También
aprendimos, o recordamos lo que ya la historia enseñaba: que la democracia
populista no es más que un seudónimo del autoritarismo, o una etapa previa a
entrar en la dictadura sin apellidos. Esas fronteras son muy sutiles. Si hay
concentración absoluta de poder, cercenamiento de la libertad de expresión; si
hay miedo de los ciudadanos frente al poder, si la corrupción descompone a la
autoridad, estamos en los umbrales de la dictadura. De allí a la represión
sangrienta no hay más que un pequeño paso. Y el populismo no es más que el celofán
en que se envuelve ese regalo
envenenado. Pero otro elemento, para nada
sorpresivo, se sumó al panorama de fin de siglo, y se expande hoy con fuerza de
incendio: la corrupción, tan integral a la propia democracia recuperada, como
si fuera parte de ella; en muchos sentidos, porque la propia debilidad
institucional, que incluye la falta de transparencia y de controles sobre la
voracidad de no pocos de quienes suelen ascender al mando, la facilita. Apenas
un gobierno elegido por el voto popular se instalaba, quienes entraban a ocupar
las oficinas públicas parecían listos desde el primer día para empezar a robar.
Y la fiesta sigue. Si no veamos el caso de Petrobras en Brasil.Los escándalos
de corrupción siguen repitiéndose, y el electorado parece padecer de una
incurable nostalgia por los gobernantes juzgados y condenados por delitos de
malversación y enriquecimiento ilícito. Allí tenemos el reciente regreso
triunfal a Guatemala del ex presidente Alfonso Portillo, recibido
multitudinariamente en el aeropuerto tras cumplir en Estados Unidos una condena
por lavado de dinero, bajo propia confesión. El panorama se agrava con la
incidencia pertinaz del crimen organizado, que alienta la corrupción en todos
los estratos, como en México, donde los narcocárteles buscan minar el estado de
derecho y han avanzado bastante. Y en no pocos países envuelven en sus redes a
magistrados, fiscales, policías, ministros, porque los narcodólares tienen un
peso excesivo y desproporcionado capaz de descalabrar el andamiaje institucional.
Es una hidra de múltiples cabezas que apenas le cortan una retoñan 100; una
hidra capaz de asesinar masivamente, incinerar, desmembrar, decapitar, con
mucho que enseñar en cuanto a métodos de crueldad a los sicarios del califato
islámico.
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