LOS POLÍTICOS HOY EN DIA NECESITAN SER VISTOS,
DECIR LO QUE DEBERÍA SER CONDUCTA
COTIDIANA,
TODO ANTE LAS CÁMARAS Y
FRENTE A LOS MICRÓFONOS
Escribe
BERNARDO BÁTIZ V. (*)
Fuente “La Jornada” de
Mexico
18 de Mayo 2015
(*) BERNARDO BÁTIZ VÁZQUEZ. (1936 Ciudad de México) Es un jurista. Abogado, Periodista, Escritor y político mexicano, Licenciado en
Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México y tiene una maestría en
Derecho Parlamentario en la Universidad Iberoamericana. Ha dicho que: ”De que
necesitamos un cambio no hay la menor duda. El gobierno, la economía, la vida
social, todo está mal.”
La aceptación de la
publicidad como forma autorizada de mentir es una enfermedad moral de nuestro
tiempo. La publicidad está presente ante nuestros ojos y oídos en forma
permanente. No hay un momento del día en que el gran aparato de la publicidad
no esté funcionando para convencer a
sus pasivos destinatarios para que hagan
algo, se interesen por algo, compren algo. En el pasado, un publicista era un
jurista especializado en derecho público, un estudioso del derecho
constitucional; hoy, cuando escuchamos la palabra se nos viene a la mente un
profesional de la mercadotecnia, que es la técnica para vendernos lo que sea;
el publicista se dedica a presentar ante ojos y oídos lo que quiere vendernos.
Quiere conseguir clientes, compradores, fans, admiradores, votantes. Las cosas
no se han quedado ahí: hace unos
años se introdujo la especie de que toda
persona debe venderse, como si fuéramos todos mercancías. La idea siempre me
chocó; me parecía una actitud contraria a la dignidad de las personas y una
falta total de modestia y de ética eso de exaltar o promover nuestras propias
virtudes. Sin embargo, la idea fue abriéndose paso y ahora hasta el más humilde
artesano, prestador de algún servicio, profesionista y no se diga político,
requiere de exaltar sus propias cualidades para ser aceptado o para conseguir
un contrato, obtener un empleo y hasta para estar seguro de que existe.
La abundancia
de textos al respecto lo corrobora. Un avance de esta ola que barre a la
sociedad consumista de hace unos años a la fecha es la llegada de la discutible
idea al mundo de la política. Fue por imitación que se impuso esa moda entre
quienes aspiran o disfrutan algún cargo público. Recuerdo muy bien al primer
candidato a diputado, por el PRI, por supuesto, que por vez primera colgó en
los postes carteles de colores; la propaganda política anterior empleaba una
pocas pancartas o banderolas en blanco y negro que grupos de acarreados
blandían en las concentraciones o marchas de los
candidatos. La inundación ha
seguido avanzando y un caso ejemplar o emblemático, uno de los extremos a los
que se ha llegado, es el del actual presidente Enrique Peña Nieto, del que se
ha dicho reiteradamente que es un producto de la televisión, que pudo y supo
vender su imagen, como si fuera una mercancía, con exageraciones y como centro
de la campaña permanente: su apariencia personal, forma de vestir, trajes,
corbatas y estilo de peinado que se han hecho su emblema. De los años setenta,
recuerdo al primer candidato que inició la moda de carteles a color; antes era
en blanco y negro o a lo más, azul sobre blanco en la propaganda panista de
entonces; fue pillado por oportuno fotógrafo de la Cámara de Diputados
acomodado en su curul y profundamente dormido; este espectáculo fue motivo de
acres comentarios, críticas y chistes a costa del diputado dormilón,
pero su
ejemplo cundió y hoy muchos políticos llegan a cargos públicos por la exaltación
que hace de ellos la publicidad; no tienen ni la capacidad ni los conocimientos
ni la entereza para ser buenos representantes populares, pero sí imagen, muy
buena imagen. De antemano, los votantes, destinatarios de la publicidad, saben
que se les miente abiertamente o cuando menos que lo que dicen carteles,
espots, jingles, espectaculares, lonas, volantes y hasta entrevistas
previamente grabadas y editadas está tan exagerado que, si no es falso, está
muy cerca de serlo. A la presentación de
mercaderías exaltando sus virtudes más allá de la verdad se le llamó dolo
bueno, paradoja que se admitió por considerarse implícito que los clientes
posibles no se iban a dejar engañar creyendo a ciegas lo que los vendedores les
exageraban.
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